Vestirse para el poder es expandir el cuerpo. Para convencer —con la forma, silueta y tamaño del cuerpo— que se tiene la autoridad para ser adorado, o la fuerza y capacidad para hacerle daño a quien te ofenda.

El traje fue, históricamente, una prenda exclusiva para el hombre. Símbolo de éxito, respeto y una autoridad aplastante.

Cuando ellas comenzaron a usar un traje, se dieron a la tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo. Cada mañana toparse con la satisfacción perruna de que todo está en su sitio, el mismo hombre al lado, los mismo zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, de los mismos productos de limpieza, de las mismas caras sentadas en la misma mesa con el mismo cereal y las mismas quejas.

El Power Suit libera, reconstruye, reafirma y reestabiliza un orden que ya no tiene ningún sentido en el siglo XXI. La mujer ya no quiere lo mismo. Lo mismo ha quedado atrás.