fotografía Fabiola Zamora
maquillaje y pelo Maripili Senderos
modelo Stephanie @ Contempo Models
retoque digital Fernanda Moreno
Archivo de nuestra edición Nº 26.
En la patria de José Clemente Orozco, el maquillaje es una rama de la pintura al óleo.
—Juan Villoro
El escritor mexicano Bartolomé Delmar expone las costumbres de maquillaje y peinado de las mujeres en nuestro país. A manera de análisis, camina por las calles de la capital observando mujeres de todo estrato social y económico para así compartir este ensayo en las páginas de 192.
Las particularidades culturales y rituales de cualquier región del mundo siempre se exageran, ya sea por sus habitantes nativos o por visitantes esporádicos; el carácter “único” de los sonidos urbanos, los absurdos citadinos o el humor estético de los comensales de una cantina siempre parece favorecer mitologías rebuscadas que resultan en el escupir de lugares comunes como “es que en este país”, “only in America” o “es que es muy de argentinos”. Dichas formaciones imaginarias, si bien en un principio pueden parecer un tanto fantasiosas, a su vez van formando el carácter regional hasta convertirlo en una verdad absoluta. Lo que en todo caso es cierto es la dura realidad de que, a nuestro pesar, la exclusividad no es exclusiva, y en cada rincón hay características especiales. Algunas, varias, compartidas por todos.
Esto es particularmente cierto para muchas de las expresiones culturales y estéticas de América Latina. No es gratuito, en este contexto, que dicha especificación regional sea para muchos académicos más una realidad cultural que una geográfica, y los rasgos comunes entre los pueblos sureños a la frontera de los Estados Unidos sean, a su vez, unificados por el idioma, el color de la piel, el trasfondo histórico de la Conquista europea, la comida y las formas estéticas de sus pueblos originales.
Dentro de este momento capitular, el del folclor artístico y expresivo, encontramos varios tratos: el vestido, por ejemplo, siempre ocupado por colores vivos y violentos, combinados con poca sobriedad, para que así la mujer latinoamericana (sobre todo en los países con indiscutible influencia de su bagaje indígena) sea quizá la más llamativa del orbe. En otro sentido, el escaso uso de perfumes cargados de aroma (una tradición fundamentalmente europea), concentra la atención de los sentidos en lo visual, dejando en el color y en el dibujo el rastro fundamental de su identidad étnica y cultural.
La mujer mexicana, dentro de este panorama, es una mujer latinoamericana. Sus decisiones de estilo responden a lo visual, en tiempos pasados a lo tradicional y aprendido y, en el mundo contemporáneo, también a las restricciones del tiempo en un ambiente enfocado a lo productivo y a lo laboral. Además del vestir, y quizá de forma más importante, han dejado la significación de su identidad cultural al arte del maquillaje, mismo que, como sucede en cada kilómetro de la corteza terrestre, es “muy propio” de su lugar.
La aplicación del maquillaje en México, como el agregado social que integra el país, está claramente condicionado a dos factores de división: por un lado, es representación de la profunda desigualdad económica imperante, como también producto de los comportamientos generacionales; es decir, para cada grupo de edad y de nivel de ingresos hay formas de maquillarse particulares. Esto, a su vez, está forjado en algunos aspectos de nuestra historia nacional y ha ido moldeando de forma determinante el comportamiento de la industria de los cosméticos, en su mayoría proveniente de otros países.
En primera instancia, la edad parece ser la variable de fuerza para los estilos del maquillaje. Una mujer madura y mexicana empolva mucho de su rostro con tonos claros para lograr así alguna suerte de blanqueamiento, saturando en cantidad, pero no en tonalidades. Eso sería propio del resto de su ejercicio: si bien (como veremos) las sombras en los ojos indiscretas nunca han sido demasiado llamativas para este grupo de edad, sí lo es la aplicación de ruborizantes en los pómulos y tonos carmines fuertes y acentuados para los labios. Para eso de los párpados, púrpuras o azules profundos; cuando necesario (y recurrente), el reemplazo con pigmentos de formas propias al cuerpo: las cejas acentuadas con lápices también oscuros o depiladas por completo y dibujadas desde cero.
No sería responsable, pues, determinar que el maquillaje para este grupo demográfico sea cosa de la posición económica; si acaso la mujer madura con rasgos indígenas más pronunciados deja las artes del cosmético un poco de lado al entrar al ocaso de la vida, apostando más por las discreciones de la naturaleza que por la resta imaginaria de unos años.
Porque algo que sí parece marcar los comportamientos de las mujeres maduras en México en cuanto a su uso del maquillaje, es la persecución del pasado: sea que reviven con aquellos tonos saturados un poco de su juventud (las chapitas como símbolo de inocencia, los labios ruborizados como uno de sexualidad, las cejas recuperadas) y el cabello teñido, para borrar el paso del tiempo marcado por tonos de gris; o sea que, de forma romántica e ideal, revivan con lo cosmético todos esos años en donde fungían como un lubricante social durante el cénit de sus vidas, el maquillaje es síntoma vivo de su situación física y vivencial.
La prueba, en este caso, es clara: una mujer con edad en México traza líneas en su rostro con la misma intensidad que una adolescente joven. Porque en los años primeros de la sociabilidad, los primeros de la adolescencia plena, hay similitudes bárbaras: los párpados son buenos ejecutores de la oscuridad en azules y morados, tan brillantes como los interiores de los ojos. Las bases aquí son todavía más vivas, pues no buscan la claridad, pero sí tonos más carnosos y sensuales. Los labios para la joven adolescente son producto de las bogas diarias: hace tiempo que en México la fuerza del rojo y el carmín parece haber disminuido, sustituida por una paleta más discreta en donde colores más orgánicos han tomado su lugar. La hermosura del rojo vivo sigue siendo parte de las épocas de oro del cine mundial.
Pero la realidad es que, en ambos casos generacionales, el maquillaje es cosa de fuerza de vida. Mientras para un grupo de edad sirve como vehículo de revitalización, para el otro es una salida al mundo: en un contexto general de conservadurismo social, el maquillaje como forma de reconocimiento y de magnetismo sexual es un primer paso muy claro hacia la independencia, hacia la determinación personal y la decisión única.
Quizá no sea coincidencia, en este contexto, que muchos de los patrones cosméticos en México sean una suerte de secretos a voces que pasan de generación en generación; a una muchacha joven le enseña a maquillarse una mujer mayor, probablemente de segunda generación, pero que a su vez aprendió los ritos de una persona ya en edad madura. El núcleo familiar, en este mundo, es uno de generación de replicantes.
Sin embargo, existe un punto de quiebre, generacional y socioeconómico, que a su vez ha generado ramificaciones muy diversas, comparables con fenómenos cosméticos de otras latitudes (y aquí nos remitimos a nuestra idea inicial): la mujer productiva, adulta, dentro de una dinámica laboral. En este rubro es que “lo mexicano”, sea “lo latinoamericano”, se entreteje y fragmenta con las tendencias europeas y estadounidenses (por cierto, el país que consume más productos cosméticos a nivel mundial), resultando en una particularidad verdadera.
Porque aquí se manejan escenarios distintos: por un lado existe la mujer profesionista, tomadora de decisiones, que simboliza su ocupada situación laboral con las discretas tonalidades en su rostro. Su maquillaje es apenas perceptible para el incauto, lleno de sutiles matices en ojos, labios y mejillas que, más que dibujar de forma artificial sobre la piel, ayuda a remarcar sus atributos. Es una paleta muy cálida, lejana a los pasteles, que también se caracteriza por su ejecución rápida para los tiempos de agendas apretadas.
Esta lógica es muy distinta a la de mujeres de otras generaciones y otros esquemas de tiempo. La mujer profesionista en México tiene mayor afinidad con las tendencias cosméticas europeas o estadounidenses, en donde la saturación y los detalles vibrantes se han dejado a un lado en pos de una imagen infinitamente más orgánica. La aplicación de un rímel oscuro además del uso profundo de delineador y corrector en los ojos, que ayudan a disimular las noches sin dormir, acaso son lo único que resalta en estas condiciones. Porque otra dimensión propia del maquillaje a nivel mundial es su relación con las propias características físicas y étnicas de una población: el rímel oscuro, por ejemplo, se utiliza mucho en un México con población de ojos pequeños, en donde es recurrente también el rasgado artificial de sus formas y las sombras que los engrandecen.
Esto es generalizable, y quizá más evidente, en otros espacios poblacionales: existe un sector importante en donde el ánimo por exagerar o recrear rasgos físicos no presentes se ha convertido en una suerte de obsesión. Por lo mismo, no es raro encontrarse en las mujeres adultas tatuajes que siguen los bordes de la boca, las cejas o los párpados. Maquillados o no, estos espacios del cuerpo son ya artificios eternos en los rostros mexicanos, transformados así como para cumplir una suerte de deseo genético imposible.
Quizá estos momentos de hipérbole popular a la hora de dibujar el rostro son lo que llevaron al escritor Juan Villoro a decir que “en la patria de José Clemente Orozco, el maquillaje es una rama de la pintura al óleo”. Pues México es un lugar acostumbrado al color vivo, a los tonos abultados, a una paleta chillante y magnífica que pasa de los mercados y sus frutas a una geografía accidentada de una tradición pictórica, extraordinaria a los rostros de sus mujeres: en México el maquillaje, aunque suene a una idea demasiado sencilla, es una constante y la ha sido siempre.
Ejemplo de ello, a nivel anecdotario, es revisar el comportamiento de muchas de las figuras mexicanas más públicas: Porfirio Díaz, por ejemplo, era conocido por su obsesión a todo lo francés, misma que lo llevó a blanquearse la piel por años como lo hacían los grandes monarcas del Antiguo Régimen; más allá de edificar nuestro glorioso Palacio de Bellas Artes y emular a los Campos Elíseos en Avenida Reforma, don Porfirio optó por promover lo francés y europeo hasta en las formas de su rostro; así como María Antonieta reía en sus palacios con una superficialidad que nadie ha podido perdonarle, repleta de polvos blancos que la hacían parecer un alma errante, el general Díaz maquilló todas las esquinas de su rostro con polvos blancos para olvidar su origen rupestre y parecer, a los ojos de México y de sí mismo, una suerte de monarca europeo. En época reciente, si bien no maquillaje, podemos mencionar el prominente copete de Enrique Peña Nieto, que ha dado a su imagen popular un reconocimiento innegable, quizá buenos dotes de popularidad, más allá de sus esfuerzos políticos. Pero no hay que ir mucho más allá de mencionar el mítico gel Xiomara para englobar la historia del uso exagerado de gel en nuestro país. Muchas de las grandes actrices de nuestra historia como María Félix, Dolores del Río, Silvia Pinal o Irma Serrano, han hecho fama de su exacerbación pictórica, paradigmática de su país natal.
Esto, sin duda, ha generado cierta polémica entre los expertos: muchos claman que estos deseos inherentes por buscar el pasado, por acentuar lo imposible y por crear realidades artificiales hacen que en México el maquillaje se aplique de forma irresponsable, que genere problemas epidérmicos o que se ridiculice, en general, el aspecto de las mujeres mexicanas para el resto del mundo. Se hace también un énfasis importante en una búsqueda permanente por seguir las tendencias foráneas y fallar en el intento.
Si acaso, éste es un análisis intuitivo. Salvo en el caso citado de ciertas partes poblacionales en edad laboral, el ánimo de imitación de las mujeres mexicanas para con el mundo anglosajón, por ejemplo, no es evidente; prueba de ello es que muchas de las marcas más consumidas de cosméticos en el mundo (MAC, Carolina Herrera, Christian Dior) tienen paletas de colores especialmente diseñadas para el mercado latinoamericano, mismo que es dominado en términos económicos por el mexicano.
Lo que es más: esta leyenda injusta que clama al maquillaje mexicano como uno torpe, padece de un problema significativo: si algo caracteriza a las expresiones culturales es, justamente, su condición de “únicas” y exclusivas a regiones particulares. Si acaso lo “torpe” lo es por su comparación con otras latitudes, el argumento es fácilmente reversible: demasiado discretas las mujeres europeas, demasiado sujetas al imperio de lo orgánico. El gusto por el color fácilmente pudiera interpretarse por un gusto por todo lo vivo, por lo dinámico y lo cambiante.
Así, incluso aquella crítica de que las mujeres mexicanas buscan el esclarecimiento de la piel a toda costa, sin importar su aparente tonalidad natural, podría gestar una nueva corriente estilística; no fue hace tanto que en las calles de Nueva York colores muy castigados para la raza negra, como por ejemplo los morados y los rosas, comenzarán a circular en los rostros afroamericanos gestando una suerte de revolución de modas que continúa hasta nuestros días.
Aquí se ejemplifica, a manera de relato, el uso del maquillaje en tres mexicanas de distintas generaciones:
La pared de la casa está deshabitada casi en su totalidad, excepto por un remate rectangular perdidamente colorido en donde aparecen ellas; son tres cabezas inmóviles saturadas en colores pastel, de sonrisas prominentes y vestidos satinados, que parecen festejar, a partir de la fotografía, un momento generacional muy específico: la joven ha llegado a “ser una mujer”, y la mayor no alcanza aún los límites de la vejez. Común en México, la evasión del pasar de los años se resuelve por medio del rollo fotográfico; ahí, en esa pared de la colonia Narvarte, no transcurre ni un minuto.
Yolanda es servicial y contenta. Es la mayor, madre de Olga y abuela de Yazmín. Su modo y rostro parecen no apremiar a las grandes tradiciones estilísticas de nuestro país: de muy baja estatura, tiene el pelo recogido con violencia para atrás (solamente sobresalen algunos cabellos desordenados a la altura de las orejas), brilloso a pesar de las canas y al grado de parecer mojado. Su piel, como muchos rincones de la casa, huele a crema para el cuerpo. El rostro carece de maquillaje, pero la promesa de observarla aplicar sobre sus líneas algunos pigmentos y bases genera cierta expectativa; en esta casa, los ornamentos del cuerpo se reservan para ocasiones especiales.
Olga, en cambio, responde más a las necesidades diarias de cierto entorno urbano. El trabajo la cubre día a día con trajes sastre. A pesar de tener cierta edad, gasta cada mes una buena cantidad en servicios de belleza, oro oculto en los rayos que tiene en un pelo bien cortado y de cadencias suaves. Los párpados ofrecen una ligereza, tonos acaramelados que resaltan poco de la piel y una base carnosa que solamente se distingue cuando uno compara los tonos de su cuello, sin retocar. “Los labios”, dice, “se guardan para ocasiones especiales”. La invitación a un beso manchado parece ser cosa de la noche o la formalidad; Olga en ningún momento se deja de ver elegante, suelta y sobria.
Yazmín está reunida con un grupo de amigas. En algunas horas asistirán, risueñas, jóvenes, nerviosas (rondan los 15 años), al festejo de fin de año de un amigo que ha decidido explotar las vacaciones con una bacanal de jardines defeños. Se preparan con muchas horas de anticipación; son apenas las 6 de la tarde y los cabellos ya se encuentran con media cola de caballo, resueltos con diversas diademas que hacen de sus cabezas complejas construcciones arquitectónicas. El rostro de Yazmín resalta igual que en la fotografía de la casa de su abuela; los ojos se ensombrecen en azul marino, ojos hermosos, matizados por una boca rosa y discreta rodeada de chapas coloradas. Aquí no resuena ningún intento por la discreción; en los maridajes de un rostro juvenil femenino, las leyes de la atracción se rigen por el encanto abrasivo de los colores: “en la patria de José Clemente Orozco”, escribe Juan Villoro, “el maquillaje es una rama de la pintura al óleo”.
“No es tanto de que yo les haya enseñado a maquillarse y arreglarse”, dice Yolanda. “Como se quiere presentar una es una cosa mucho de las épocas y las edades. A mí, por ejemplo, no me dejaron perforarme los oídos hasta que cumplí 18 años, y la primera vez que me maquillé en forma fue cuando me casé con José Ramón”. Cumplía los veintiuno.
Sus palabras se entorpecen conforme sube las escaleras. Es una labor medianamente trabajosa a estas alturas de su vida. Cada llegada a su cuarto es una suerte de entrada triunfal; en el tocador hay una docena de cajitas de diversas formas y materiales. Una a una alojan aretes, collares, pinturas y cremas. A sus casi 70 años, Yolanda se suelta el pelo con la gracia de una femme fatale y la soltura de Gloria Trevi.
Entonces comienza: coordina las manos con mucha agilidad para, en un abrir y cerrar de ojos, crear con su pelo una cúpula marrón de cierta altura. Es una forma bombacha, clásica del Hollywood de los sesenta, que no puede ser catalogada dentro de lo orgánico.
Si bien no hay asomo de mal gusto en la casa de las Albert, la experiencia es evidente si se comparan los esfuerzos de Yolanda y de Yazmín; mientras la joven amenaza su rostro con la misma vorágine emocional de sus años, la abuela busca resaltar con mucho mayor expertise técnico. Sus ojos se pueblan morados, nuevos diamantes magenta como los de Elizabeth Taylor; sus labios, del rojo más tradicional, imponen al que los mira sin la desventaja del reconocimiento. La base rebasa cualquier marco tecnológico de los pigmentos, aplicando con un aceite de olores sublimes un rosado sutil que se impregna, pero se mantiene opaco. Una celebración del color, aderezado con un bello collar dorado y geométrico que corona a esta reina septuagenaria.
Olga toca la puerta y entra en la habitación. Mira a su madre con encanto, cierto dejo de admiración, y comienzan a platicar.
“Para mí las cosas fueron más sencillas. La gente de mi generación empezó a maquillarse mucho más joven, aunque gustara o no a los mayores. [Dirigiéndose a su madre] Tú nunca me pusiste ninguna restricción, lo cual siempre me dio mucha calma. Claro, cuando una es más joven termina como payaso, toda rayoneada, pero eso es porque en México realmente no existía la cultura del maquillaje que existe ahora. Ahora hay cientos de miles de productos que hacen cien mil cosas, y yo no entiendo mucho cuál es el punto de eso”.
De por qué no se maquilla: “es una cosa de tiempo y de estilos. Cuando una trabaja puede ponerse unas sombras y alguna crema, pero los ambientes de oficina son más bien relajados en ese aspecto. Existe en el ámbito empresarial un asunto como más europeo, más gringo, de que lo natural es lo más bello. Creo que ese es el parámetro de mi generación”.
Por otra parte, valdría mencionar las costumbres “de la abuela” que como ya mencionamos, pasan de generación en generación hasta nuestros días, formando parte ya de una estética colectiva arraigada en lo que se dice mexicano. Los chamacos en primaria van relamidos con unas cuantas gotas de limón. Las colegialas en secundaria aún se embarran betabel en las mejillas para hacerse las “chapitas”. ¿Una cicatriz? No olvidemos la concha nácar, que todos hemos utilizado alguna vez, y no sólo como producto comercial, sino directo de la concha comprada en un puesto playero de Acapulco, adornado con “pinches llaveros” y flotadores de Bob Esponja.
Y sin ir tan lejos, si uno se pasea por el mercado, encontrará las milagrosas perlas bronceadoras, del mismo tono para todas, que invariablemente terminan embarrando el contenido entero de la bolsa de una mujer gracias a su empaque. La oferta de rímel es extensa: hueso de aguacate, aceite de ricino, de almendras, todos milagrosos, que alargan las pestañas, las hacen más gruesas, más fuertes, sanas. Barnices de una paleta de color envidiable hasta para el Pantone de cualquier diseñador, con brillitos, figuritas, que brillan en la oscuridad, fosforescentes. Claro, la uña se prepara con un poco de brillo transparente, de ese que huele a ajo y espanta a cualquiera. También podemos encontrar delineadores para ojos y labios de prácticamente cualquier tono, “pa’ que combine”, una costumbre muy mexicana, que hace que la mujer coordine el color de los zapatos, la bolsa, la blusa y las sombras. Y no podemos olvidar un botecito de aceite de bebé para borrar los residuos, al final del día.
El asunto, pues, es tener la idea de la particularidad en claro: si algo es propio de una región, y toda región es dueña de su propia mitología, el señalamiento crítico parece complicarse. Es por eso que la mujer mexicana, viva, vibrante, sensual y aparentemente anacrónica en su forma de maquillaje es, orgullosamente, nuestra.
A continuación se enlistan algunos de los productos más utilizados en nuestro país para embellecer.
- Rímel de hueso de aguacate: para resucitar las pestañas de cascada. Si esto no funciona, al menos el empaque color rosa y verde chillante le dará vida a tu bolsa.
- Concha nácar: dicen que aclara la piel y quita las manchas de acné, además de darle un tono perla al cutis.
- Cerveza o coca cola: para conseguir el bronceado perfecto.
- Champú de manzanilla: si tu sueño es ser güera natural, aplica este champú todas las mañanas.
- Azúcar: se utiliza, al igual que la arena, como producto para exfoliar. Celia Cruz ya lo gritaba a los cuatro vientos; el problema era que no se sabía el porqué, pero ahora que lo sabemos… ¡Azúcar!
- Bolsas de té:se rumora que si colocas una bolsa de té de manzanilla en cada uno de los párpados, combatirás las ojeras.
- Limón: si la vida te da limones, sácales el jugo y frótalo en tu cabeza. Las vitaminas y nutrientes de este cítrico darán brillo a tu cabello y fungirán como una especie de goma, o al menos le quitarán el mal olor.
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