#MañanaEsHoy
retrato Michella Bredahl
cuento Fernanda Ballesteros
fotografías del libro de Gemma Janes
Enviamos libros: bombas de oxígeno, hogares esporádicos, escultores de mentalidades, de futuro. Sendb00ks es un club de libros con títulos recomendados por artistas. Cada mes comisionamos a un artista el diseño de una tarjeta postal inspirada en un libro que ellos elijan, ya sea por tema actual o porque lo creen trascendente. Distribuimos 200 ejemplares de ese libro con la colaboración plástica incluida a nuestros suscriptores en Japón, Dinamarca, Estados Unidos, Australia, por el mundo entero. Lo hacemos desde una plataforma online y ahora empezamos a tener lugares físicos en Yvon Lambert, en París, en Casa Bosques, en Ciudad de México, y queremos expandirnos hacia América Latina, enfocándonos en la literatura local por donde pasamos.
En 2019, en un viaje en coche que hice de Los Ángeles a Panamá, visité a Fernanda Ballesteros al pasar por Sonora. Buscaba libros que se relacionaran con los lugares que iba conociendo. Fernanda me recomendó La perla, de John Steinbeck, y pintó una acuarela de las montañas desérticas que teníamos frente a la casa donde nos quedamos en el Mar de Cortés. Ese mes, enviamos La perla a nuestros suscriptores con la tarjeta postal de la acuarela. El lazo con Fernanda continuó con eventos como el pasado diciembre en Casa Bosques, con la curaduría de libros de segunda mano de Sendb00ks y la lectura de su novela recién publicada, Segunda virginidad, de la que me había leído algunos extractos hacía tres años en Sonora, cuando apenas era un borrador. Buscamos el diálogo que surge después de la lectura, uno que rompe silencios sobre arquetipos que asfixian identidades y relaciones. Al escarbar los significados de las historias del pasado, los libros dan forma al hoy, al mañana.
Como respuesta a la invitación a colaborar con el tema “Mañana es Hoy” para la Revista 192, invité a Fernanda a escribir un cuento donde tomara como punto de partida la delicia de leer y compartir libros. Fernanda esbozó un futuro donde las historias se ingieren desde el interior del cuerpo: se mastican físicamente en cubos de chicles. Las personas, al acercarse a la inmortalidad por medio de lo tecnológico, de la medicina, de la estética, del bótox, encuentran en la lectura una sensación de inmediatez, de ciclos, de movimiento, de naturaleza, de una realidad más amplia.
En febrero de 2021, invitamos a la fotógrafa danesa Michella Bredahl para elegir un libro para nuestros suscriptores. Estábamos todavía en confinamiento y ella leía Una habitación propia, de Virginia Woolf, pensando en la importancia de tener un cuarto para crear, pero también en cómo un cuarto puede ser lo que sea, incluso el interior de un libro.
Los retratos de Michella a menudo capturan a sus amigos en sus entornos íntimos, sobre sus camas, le gusta fijar un momento en el tiempo, documentar personas durante toda su vida. Lo sentí bien, invitarla para ilustrar el cuento de Fernanda en el que dos chicas se adentran en libros, en capas de historias, propias y ajenas, cómplices de una intimidad. Michella, con su cámara, logra crear una sensación similar desde el retrato jalado de la realidad en el espejo de mi cuarto. Leer, para nosotras, es una manera de vivir varias vidas, y en el proceso de compartirlas, nos gusta masticarlas para seguir trayendo el pasado y el Mañana en Hoy.
BÓTOX
Mónica, la mirada en el jardín de flores artificiales, sus manos sobre las pecas de su madre, se adentra en la historia de un hombre en la miseria que encuentra una perla en el Mar de Cortés. Cambia de sabor, cambia de novela, a la de una relación entre dos sordos. Desde que regresó de su viaje hace tres años, su manera de endulzar la realidad de lunes a miércoles son chicles que son libros. Al mascarlos, una voz andrógina le habla desde el interior y le cuenta los tratos inhumanos por los que pasan los niños mexicanos en la frontera con Estados Unidos, en la época en que un bufón de ultraderecha anduvo de presidente, cuando el país todavía era poderoso, cuando todavía no explotaba la guerra de las mil religiones.
Es que de lunes a miércoles le toca a Mónica cuidar a su madre. Darle de comer, bañarla, llevarla al excusado, moverle las articulaciones, hacerle masaje. Fue presa de la última pandemia, el Covid 291, el que azuló pieles y dientes y deterioró huesos y riñones. La mayor parte de América Latina ahora sufre las consecuencias de dosis de vacunas falsas. A Mónica no le tocó el fraude porque cuando le tocó la inyección andaba por Oceanía, un viaje regalado por su papá invisible, recorrido introspectivo en paisajes exóticos para elegir carrera y futuro en la misma ciudad metálica donde creció. Bocanada de aire diverso para luego regresar al oxígeno familiar y ahí quedarse.
Su media hermana, mayor de diez años, ese jueves llega tarareando reggeatón sueco. Mónica la ve diferente, pelo pintado de rosa, vestido escotado. Me divorcié, dice la hermana. Ahora sí es definitivo, oficial, Martín se llevó sus cosas y ni siquiera sé a dónde. Mónica siente un espasmo de asombro en sus venas oxidadas. ¿Reacción feliz? ¿Acongojada? Hay que brindar, dice la hermana, y saca dos cervezas, botellas cúbicas con cuellos largos, flacos. A ti no te veo bien, Mon. Perdiste el bronceado, pero también, no sé, tu chispa. ¿Qué traes? ¿Has usado la crema que te regalé? ¿Cómo va la uni? ¿Has ido al campus?
Desde que su mamá se mudó al este de la ciudad para estar cerca del hospital especializado en Covid, Mónica evita la hora de metro aéreo y mejor proyecta su cuerpo entero sentado en el aula de la escuela. Ir presencialmente a clases es una experiencia que vale la pena, dice la hermana, labios pintaditos más hinchados de lo habitual. Si quieres, te presto mi departamento los días que me toca cuidar a mi mamá. Así me quedo tranquila de que alguien va a darle de comer a mis plantas y a mi gato. Clin-clin, brindan de nuevo.
Primero, Mónica se sofoca por estar en un espacio con tantas narices y bocas que aspiran y exhalan los mismos gases. Le impacta que la rocen al pasar. Su compañera de al lado, una rubia con unos peces azules como ojos, la saluda y se presenta. Luisa. Trae un paquete de chicles. No son los que Mónica conoce. Son de otra marca, de otra textura.
¿Quieres?, pregunta Luisa, metiéndose un cubo en la lengua violeta. ¿Cómo puede poner atención en clase mientras escucha otra historia? Mónica igual acepta. Qué rico un libro nuevo.
El salón es amplio, las luces, blancas. El profesor, con su voz de pájaro arrepentido, dibuja con el dedo sobre el pizarrón de células muertas. Las manos te sudan. Tu respiración aumenta de ritmo. Algo buscas con la mirada, la detienes en la de la chica a tu lado.
No sabía que existían, dice Mónica. Es increíble. Es como mi propia novela. Luisa le sonríe y le alza las cejas.
Las uso para aprenderme mejor lo que vemos en clase, dice. Así casi no necesito estudiar.
Mónica escucha, claro, lo que dice el profesor, pero se fascina con la descripción de los otros, de la de ella, de sus sensaciones en palabras de alguien más. De ella como protagonista.
Camino al departamento, con el efecto aun activo del chicle de Luisa, se compra otro paquete en una tienda japonesa. ¿Cómo no los había descubierto antes? El vendedor, un joven con decenas de piercings por el cutis, le explica que es nueva importación.
Embelesada de que la voz interior le hable de su reflejo en los aparadores de la calle, lo toma como una señal. En uno de los locales se compra una peluca roja, fuego lacio. En otra se compra unas botas con tacones de veinte centímetros, como los que usan en el programa de drag queens que ve los domingos. Se compra labial, vestidos, ropa interior. Al cabo mañana empieza su nuevo trabajo como guardia de un museo y le pagan por día.
En el metro, a la mañana siguiente, la peluca y los calzones nuevos puestos, rebrota el humor que no revivía desde la enfermedad de su madre al escuchar los detalles de las inyecciones de bótox de las caras contiguas a ella. El espectáculo cambia de rostros a cuadros colgados que flotan en el justo medio entre el techo y el piso con un sistema de imanes. Mónica penetra los colores coagulados sobre las telas y penetra también en los libros antiguos ahí expuestos, fabricados de hojas, aroma a lignina, prima de la vainilla. Qué raro voltear páginas para seguir una historia.
Al salir del museo, quiere más. Necesita más. En un bar, pide mezcal con maracuyá mientras se echa un nuevo cubo entre los dientes. Se acaricia el pelo de fuego para meter en letras la sensación de sus dedos en ella como una nueva persona, desde una nueva vida. Baila con uno, con dos, con seis. Baila con ella misma. Le marca a Luisa.
Vente al bar del pulque.
Qué risa, vivo justo al lado.
Pero a Luisa le da pánico bailar con la voz diciéndole que se mueve como mapache perdido o como delfín fornicando.
Bueno, vamos a la Ópera Mumma, dice Mónica. Hoy está Madama Butterfly con acróbatas que andan por el público. Dicen que pusieron unas nuevas butacas que te humedecen, te secan, te masajean y te hacen temblar.
Toman el metro y, carcajéandose por las descripciones de los citadinos más viejos, hinchados de toxina botulínica, no se dan cuenta de que se pasan la estación de la Ópera y llegan a la última. La prohibida. La que describen en las noticias como basurero gigante. Hasta el cielo es diferente, se ve menos gris y la bola blanca de la luna resplandece tan directamente que ambas entrecierran los ojos. La banqueta, rota, saca pasto irregular de las fisuras. ¡Hierba real! Arrancan unos gajos de lo verde y se lo frotan contra las mejillas mientras duplican el placer al escuchar la narración desde la voz del chicle. Luisa encuentra una flor minúscula, blanca, y acaricia con los micropétalos los dedos flacos de Mónica.
¿Quieren ver más de eso?
Les habla un viejo sin bótox, una faz desbaratándose en pliegues de piel hacia un cuello que se columpia.
Suben escaleras en un edificio que parece abandonado, antiguo, hacia una terraza donde el aire carga tonalidades nuevas para sus pulmones excitados. Primera vez que están rodeadas de tantos árboles que respiran, empotrados en lo que sea que pudiera funcionar de maceta: excusados, pianos de cola, cofres abiertos. Frente a una tina de donde salen serpientes verdes enroscándose, la voz del chicle les informa el estado corporal del viejo, los latidos cada vez más seguidos, el sudor en el cuello, el pene erecto, el probable cuchillo en su pantalón. Mónica le toma la mano a Luisa y, después de un apretón, corren, corren, corren.
Todavía jadeando, ya en la tranquilidad del metro, Mónica abre la palma y le enseña a Luisa los tallos que había arrancado con raíz.
Los planta en un vasito que pone en el buró al lado de la cama de su madre. Escuchar su propia novela mientras la cuida, sumerge poco a poco a Mónica en un pantano de amargura. Pesadumbre nueva. La voz andrógina es una compañía fugaz que la deja en una soledad aguda, incómoda.
Luisa le marca para decirle que le fascinó el chicle que le dio sobre Emma y sus amantes y sus deudas. Le recordó el suicidio de su abuela iraní, razones parecidas.
Mónica, la mirada en el brote verde, en la piel azul de su madre, se da cuenta de que, desde el descubrimiento de su propia novela, no había masticado ninguna otra historia. Quedarse en el ojo del huracán con su nombre, sin pausa, la había encerrado en un recipiente de cristal insensible a los perfumes y a las perspectivas de otros.
Antes de sentar a su madre desnuda en una silla bajo la regadera, Mónica toma un chicle del paquete que no tocaba desde hacía días, a un ensayo que explica por qué tener una habitación solo para ella es esencial para crear. ¿Crear qué? Si el problema del mundo es el amontonamiento claustrofóbico de las invenciones de los hombres que no dejan espacio ni para plantas. Mónica enjabona las arrugas de su madre, pellejos suaves despegados de los huesos, belleza perdida de una humanidad falsa.
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