Dorian Ulises López Macías es fotógrafo y artista. Su trabajo visual se caracteriza por una sensibilidad nostálgica, con imágenes que evocan memorias personales y capturan momentos íntimos. Tuvo a su cargo la portada de nuestra edición #61 La Belleza, donde su mirada quedó impresa como símbolo de una libertad y exploración que va más allá de la superficie. Hoy nos comparte su #192Mix:

“Soy un viejo de 45 años. Y he empezado a sentir la nostalgia de los tiempos pasados: de aquellos días antes del internet, del celular, del smartphone. Últimamente me encuentro volviendo a los discos que me formaron en mis primeros años, los sonidos que me acompañaron en la secundaria, en la prepa, con mis amigos, con mis primeros amores. Esos discos que no solo sonaban, sino que construyeron una forma de ver la vida y un criterio.
De niño me parecía mágico mirar un vinil. Me acercaba al tocadiscos mientras la aguja recorría el surco, leyendo letra y música, y de pronto, a través de la bocina, salía aquello que me emocionaba tanto. Sorprendente que toda esa música estuviera grabada en esas líneas diminutas que podía ver de cerca.
Escuchar música era un ritual. Era esperar horas a que sonara una canción en la radio o apareciera un video en la televisión. Era juntar el dinero del recreo, ahorrar lo que podía, y decidir con ansiedad qué disco comprar. Una apuesta. Una intuición. Y luego esa emoción inmensa de poner play y escuchar los primeros sonidos que un músico había elegido como apertura para todo un universo. Era menos voraz la escucha. Vivíamos con los discos durante meses, incluso años. Aprendíamos a convivir con ellos, a crecer con ellos.
El descubrimiento de nuevos músicos era un malabar. Podía ser gracias a un anuncio en MTV, una cortinilla fugaz que me obsesionaba a saber quién estaba detrás. Así encontré a PJ Harvey, a Portishead. Y escuchar una discografía entera era casi imposible. Había que esperar, buscar, tener dinero.
También estaban los casetes. Yo iba los domingos al tianguis de La Purísima, en Aguascalientes, y ahí había alguien a quien le podías encargar un disco. A la semana siguiente lo tenías grabado en casette. A veces sobraba espacio y él lo rellenaba con sorpresas. Así conocí Nevermind de Nirvana, cuando lo pusieron después del disco de Janet que yo había pedido.

Luego vino la revolución del quemador de discos. No podía creer que pudiéramos copiar un CD y hasta imprimir el arte. El internet llegó lento, pero generoso: una amiga de la universidad, de las pocas con computadora, me grababa discos. Yo no podía creer que se pudiera tener un CD pirata y ahorrarme el costo de comprar el original.
Los discos no eran solo canciones: eran portadas, interiores, tipografías, fotografías. El arte era parte de la experiencia. Y gracias a esos objetos también se me abrieron los ojos hacia otras estéticas: la moda, el cine, el arte.
Hace poco fui al concierto de reencuentro de Torreblanca. Una banda muy de nicho, pero que para muchos de mi generación fue un soundtrack vital. Vi a mi alrededor a gente de mi edad cantando, entregados. Pensé: toda esta gente es buena. Crecieron con estas canciones, con estas letras, y algo en su interior se movió. Seguramente son personas que trabajan, que educan a sus hijos, que también han fallado muchas veces. Pero fallar es parte de la vida. Lo importante es lo que haces después, lo que te define como persona. Y ahí estábamos todos, ya mayores, cantando las canciones que nos vieron crecer, reconociendo nuestros errores y reconociendo que fallar es lo que te hace crecer.

Los músicos también han cambiado. Algunos desaparecieron, otros se transformaron frente a nosotros. Pienso en Björk, y en cómo su trayectoria entera fue un espejo: juventud explosiva, la fama, el desamor, la maternidad, la valentía de un mainstream distinto. Crecimos junto a ella, viéndola torcer el rumbo hacia lo intenso, lo reflexivo, lo indomable.
Ellos también se enfrentaron a un cambio de paradigma: de vender discos a no vender nada. De vivir en la fantasía de un glamour —que quizás nunca existió— a enfrentarse a la realidad de que ser músico es muy duro. El verdadero trabajo es componer, grabar, salir de gira, confiar en que alguien conectará contigo y querrá escucharte otra vez.
Y aquí estoy ahora, con toda esa nostalgia, armando un playlist en Spotify. Una lista que cualquiera puede escuchar con un clic, donde casi toda la música con la que crecí está disponible, inmediata. Lo que antes buscábamos con tanta dificultad, ahora lo tenemos en segundos.
Quizás alguien se quede hasta la tercera canción y después decida mejor volver a su universo musical. No importa. Lo más fascinante es cómo, con el fácil acceso que tenemos a la música hoy, todos hemos construido un universo propio. El mío no se parece al de mis amigos, ni al de quien está a mi lado. Cada quien arma su constelación personal de canciones, aunque los algoritmos quieran simularla. Antes eran las revistas las que decían cuáles eran los mejores discos del año. Hoy, los recuentos de Spotify o YouTube nos muestran que lo mejor del año ya no lo decide nadie más: lo decide cada oído, cada vida.

Esa diversidad infinita también es parte de la maravilla de la música. Porque la música sigue siendo eso: un puente que nos une con quienes fuimos, con quienes somos, y con los que vendrán.” Escucha la playlist aquí:
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