fotografía Robert Doisneau
Decimos adiós a una leyenda de la Alta Costura, el último de los grandes. El diseñador francés Hubert de Givenchy murió este sábado a los 91 años. Nacido en 1927 en Beauvais, Francia, creció en una familia de comerciantes tapiceros, y por lo tanto, rodeado de telas preciosas, además de trajes antiguos y bellos objetos que sin duda influyeron en su vocación.
Desde joven decidió convertirse en modisto y se aventuró a mudarse a París, donde tuvo su primer contacto con el mundo de la moda trabajando con Lucien Lelong, y más adelante con Elsa Schiapparelli, de quien se convirtió en su asistente. Pero la necesidad de abrir su propia casa fue más grande, y en 1952, cuando tenía 24 años, fundó la Maison Givenchy, que rápidamente se coló entre los gustos de las mujeres, por ofrecer algo que hasta entonces nadie había propuesto: una colección de piezas prêt-à-porter, bautizada como Separates, que podían intercambiarse para crear diferentes combinaciones.
fotografía Cecil Beaton
La maestría en el uso del color negro fue otro de sus distintivos. Su trabajo con esta tonalidad, con la que experimentó al máximo, culminó en el little black dress, una pieza que él convertiría en indispensable. La misma tan asociada a Audrey Hepburn, su musa, con quien trabajó durante 40 años, y para quien creó toda una serie de diseños, incluyendo el vestuario de Breakfast at Tiffany’s (1961).
Es en esos vestidos de aparente sencillez en donde mejor se aprecian la complejidad de las líneas y los volúmenes que Givenchy supo tan bien trabajar, y aprender de su mentor Cristóbal Balenciaga, a quien siempre admiró.
Después de más de cuarenta años, en 1995, el diseñador supo que había llegado el momento de retirarse. Para él, los tiempos habían cambiado. “En la moda contemporánea ya no hay elegancia”, diría más adelante a Hans Ulrich Obrist en una entrevista para System. Y es que toda su carrera la dedicó a vestir a las mujeres, sin nunca olvidar la base de la Alta Costura: el poder de la elegancia discreta, la poesía de las líneas puras, y sobre todo, el romanticismo que esconde el acto de ponerse un vestido.
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