Frecuentemente, cuando en una entrevista se aborda el trabajo o la vida de un artista popular, son pocos los resquicios que pueden despertar el interés tanto del entrevistador como del entrevistado y del lector. ¿Qué se le puede preguntar hoy a Diego Luna? Sobre todo, si él ya está diciendo a través de Twitter lo que quiere decir.
Casi todos conocemos su biografía: que Diego Luna es hijo del prodigioso escenógrafo Alejandro Luna y la vestuarista Fiona Alexander. Que comenzó su carrera actoral en el teatro, para luego aparecer en la pantalla chica en uno de los últimos productos melodramáticos dignos producidos por Televisa, El abuelo y yo. Que es amigo y socio de Gael, que juntos fundaron la productora de cine Canana y el festival de documentales Ambulante, y que protagonizaron la cinta de Alfonso Cuarón Y tú mamá también. Que también dio el salto a Hollywood, pero que a la par ha producido y dirigido algunas películas independientes (como Mr. Pig y Abel). Que Diego produce teatro. Que Diego Luna ya es parte del nuevo imaginario de Star Wars. Que toda su vida la ha vivido dentro del set y arriba del escenario.
Es obvio que siempre quedan historias que conocer. Quizá las historias menos contadas sean las que tienen que ver con la persona y no con el personaje, o todavía más: con el origen y no con el destino.
Óscar Benassini (OB): ¿Qué tan atrás puedes rastrear tus orígenes, tu primer acercamiento al teatro?
Diego Luna (DL): Mi papá hace teatro y mamá hacía teatro. Nacimos en el teatro. Hay un póster que todavía conservo de una obra que se llama Lástima que sea puta, que dirigió Juan José Gurrola, y en esa puesta yo nací. Mi mamá hacía el vestuario, mi papá hacía la escenografía. Varios cuates nacimos ahí, somos una generación: Gael, Flor Edwarda Gurrola, nos decían “los hijos de la puta”. El papá de Flor Edwarda dirigía la puesta, la mamá de Gael trabajaba con mi mamá y su papá actuaba en la obra. Todos nacimos ahí, literalmente, Gael durante los ensayos y yo cuando ya se estaban dando funciones.
Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Entonces mi padre tenía que hacer de padre y madre, me llevaba a todos lados. De chavito, me la pasaba en los camerinos, cuentan que me llevaban al teatro en bambineto y me ponían en las butacas. Ya que tuve hijos me di cuenta de que los bebecitos se acostumbran a todo. Mi primer recuerdo de teatro es en el Centro Cultural de la UNAM, tenía tres o cuatro años.
Luego, recuerdo que cuando tenía seis años, Luis de Tavira estaba en casa de mi papá, en una junta, acababa de morir Julio Castillo e iban a reponer De película. Luis me vio y me preguntó si quería participar; le respondí: “me encantaría, pero habría que decirle a mi papá”, y él dijo que sí. Con De película fue la primera vez que me subí al escenario.
OB: ¿Tuviste en claro alguna vez tu vocación por el teatro? ¿O más bien lo que tenías en claro era a qué no te querías dedicar?
DL: Al principio lo que me llevó a hacer teatro fue el pavor de que me quitaran a mi papá. Yo era un niño y quería era estar cerca de él. Luego, como a los nueve años —Salinas era presidente (chale, ya recuerdo las cosas por sexenios)—, mi papá era el director de teatro del INBA, y ahí en el Centro Cultural del Bosque me iba a pasar el día entero, me encantaba estar de salón en salón de ensayo, meterme a los teatros y ver los ensayos de puestas y luego quedarme a verlas en la noche, era amigo de los técnicos, me ponía a ver el futbol con ellos, me metía en todas las covachitas, me conocían en todas las cafeterías. Hasta me puse a hacer negocios: llevaba refrescos o vendía condones a los actores. Me gustaba mucho la vida ahí y odiaba la escuela. Lo que realmente me gustaba era la vida del teatro. Estaba muy influenciado por mi papá, que es escenógrafo, y al principio actué por pertenecer a su mundo.
OB: ¿Tu papá compartía esa misma aprehensión, por eso te llevaba al teatro?
DL: Creo que no. Mi papá hubiera preferido parar todo eso, en algún momento.
OB: ¿Han trabajado juntos?
DL: Sí, una vez decidimos hacer una obra de teatro en homenaje a mi mamá. Vino a dirigirla un alemán que estudió con ella en Inglaterra, un cuate muy interesante que se llama Harald Clemen. Actuó Ofelia Medina, una de las mejores amigas de mi mamá, estaba Daniel Giménez Cacho. Montamos El cántaro roto (The Broken Jar), una obra sobre un juez corrupto, algo que según nosotros podría haber pasado en México fácilmente, un juez que es culpable del caso que está enjuiciando. Me acuerdo de que el diseño de escenografía salió de uno de los salones de nuestra casa de Tepoztlán, un cuarto de adobe profundo, en perspectiva, que ocupaba todo el teatro. Yo ya tenía diecisiete años, la hicimos con la Compañía Nacional de Teatro, estuvo muy chingón.
Nueve años más adelante, después de Y tú mamá también, empecé a producir teatro y le hablé a mi padre, curiosamente con poco tacto, para proponerle hacer Festen, una obra sobre un padre que abusa de sus hijos. Me dijo: ¿Por qué vamos a hacer esto juntos? [Risas] Fue muy chingón, un ejercicio bonito, yo tendría como veintiséis años.
OB: A la par de tu carrera de actor, has emprendido una trayectoria como activista. ¿Es algo que heredaste? ¿Cómo nació la vocación?
DL: Lo he hecho siempre. Yo iba a la secundaria Centro Activo Freire, en mi salón había una imagen del Che, si pasabas Ciencias Sociales pasabas todo. Era una escuela muy chingona, en el verano tenías la opción de ir a alfabetizar, o al campamento tortuguero a cubrir a los biólogos para que tuvieran vacaciones. Era una escuela que te invitaba a politizarte, a asumir una postura. Entrando a la secundaria, venía de vivir el 88 [la llegada de Salinas a la presidencia de México], mi nana me platicaba del Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional, me contaba de Cuauhtémoc Cárdenas y demás. Luego me tocó vivir, a los 14 ó 15 años, ya en tercero de secundaria, el levantamiento zapatista. Por ese entonces mis cuates de la escuela y yo íbamos a la UNAM y tratábamos de unirnos, no nos bajaban de pinches frívolos y riquillos, éramos del CCH, pero uno de paga. Entonces hicimos un grupo junto con otras escuelas, que se llamaba Escuelas Privadas por la Paz [risas], nos sentíamos relegados, cuando íbamos a la UNAM no nos dejaban ni hablar, y en las juntas en Rectoría nadie nos pelaba.
Ya hacía lo que hago, eso es lo que quiero decir. Nomás que ahora que tengo este nivel de atención, con las redes sociales, puedo darle eco a ideas y a distintas voces. Una vez que me empecé a malviajar con el nivel de atención, dije: “A ver, no puedo tener algo que decir todo el tiempo, no puedo decir algo en cada estreno al que voy”. En cambio, puedo desviar esta atención hacia lo que realmente la merezca, ésa es una labor que sí puedo hacer sin asfixiarme. Lo de la Ley de Seguridad Interior es un gran ejemplo, porque no soy un experto, no tenía mucho que decir, y sin embargo me alarmé de ver lo que las voces autorizadas estaban diciendo y nadie quería escuchar. Con nadie me refiero a los senadores y a los diputados. Poder ser un resonante de algo que me parece importante, sí me entusiasma, la neta. Nuestra sociedad valora mucho la superficie, le teme a la profundidad, al cuestionamiento real, le gusta distraerse: esta cosa de “los mexicanos somos muy festivos y armamos revens hasta en los funerales”… pues sí, pero por qué nos encanta distraernos y no comprometernos profundamente con nada. Podemos hacer chistes de lo que sea, porque justamente hay una falta de compromiso alarmante, lo que me lleva a pensar que por eso estamos en esta realidad donde unos cabrones nos pueden robar en nuestra cara y somos capaces de perdonar y de caer otra vez en mentiras; tenemos una suerte de memoria sexenal, cada seis años nos da amnesia y empezamos de nuevo. Veía en un video a Peña Nieto dando un speech de campaña sobre corrupción, y lo comparaba con uno reciente de Meade en el que dice que “él ahora sí ya tiene una nueva forma, que sí va a combatir la corrupción y sí va a castigar a los culpables y sí va a combatir la impunidad”. Ah cabrón, cada año nos dicen lo mismo y nos la creemos. O no queremos escuchar, porque tampoco somos idiotas, más bien no queremos comprometernos. El cambio en este pinche país nos va a costar mucho a todos.
OB: ¿En qué son diferentes el momento político y artístico que vivías en Y tú mamá también, ese sexenio digamos, y el de esta nueva puesta en escena, Privacidad?
DL: Creo que la alternancia de partido [cuando entró Fox en 2000] nos vino a adormecer en lugar de a despertar. De alguna forma, hoy sí vivimos en un país donde podemos decir cosas que no se podían decir antes. En la obra de teatro hablo muy mal de Peña Nieto y nadie me ha venido a decir que no puedo hacerlo. Hoy hay cierta pluralidad en los medios de comunicación que antes no había. Antes existían dos medios de comunicación alternativos —La Jornada y Proceso—, y luego una maquinaría mediática orquestada por el gobierno priista, en una mesa decidía cuáles iban a ser las noticias y punto. Hoy, a través de las redes sociales tenemos el chance de curar nuestra propia información. Me atrevo a decir que mi generación es una generación priista, en términos de conceptos y de visión, en cómo operamos, tenemos un ADN que nos cuesta traicionar, pero siento que mi hijo no lo tiene.
Otro ejemplo: hoy estoy haciendo teatro que no depende de la subvención del gobierno. Crecí en un México donde el cine y el teatro se hacía, todo, con la subvención del gobierno. El presupuesto para tu desarrollo artístico dependía de tu relación con el Estado. Directores como Alfonso Cuarón salieron corriendo de México por no querer cuadrarse a ese sistema. Eso hoy es distinto.
OB: Tanto en Mr. Pig, César Chávez, el documental sobre Julio César Chávez o en Abel, los protagonistas de las películas que has dirigido son héroes: activistas, deportista, existencialistas… ¿La admiración por la figura heroica se remonta a tu niñez?
DL: Tiene que ver con el cine que veía de niño. Mi padre no es muy cinéfilo, su vida está en el teatro y en la ópera, entonces el cine fue algo que me pertenecía más a mí. Me formé con el cine de Hollywood, fue hasta mi adolescencia que empecé a buscar otro tipo de cine, que descubrí la Cineteca y el Centro Cultural Universitario. Pero de chavito mi referente era Spielberg. Digamos que cuando escribo, inevitablemente acabó cayendo en la estructura del viaje del héroe de Star Wars. Eran las pelis que veía de chavillo, ya después descubrí a Woody Allen, a Bergman, pero entre mi ADN priista y hollywoodense ya no hubo forma de rescatarme de mi propio imaginario [risas].
OB: La paternidad, de algún modo, es un proyecto a futuro que comienza en el pasado. ¿De qué manera tus hijos Fiona y Jerónimo te remontan a tu origen?
DL: Pasa de forma natural. En mi caso es imposible no proyectarme en mi padre y en la ausencia de mi madre. Eso me marca. Cuando nació mi hijo me cuestioné quién fui en la relación con mi padre, quién fue él, qué padre tuve, para definir qué tipo de padre quería ser. También la ausencia de mi madre es muy importante: me provoca la necesidad de ser un padre presente, todo el tiempo, uno que debe esa certeza a sus hijos, una certeza que no tuve. Mi hija Fiona se llama como mi mamá, es un homenaje a ella y al amor que dejó.
Cuando tienes hijos recuperas momentos de tu infancia que estaban perdidos. Para mí, una de las cosas duras de digerir es ver el México en el que están creciendo mis hijos, contra el México en el que crecí. Por más que intento que encuentren ese México que viví y la libertad con la que lo hice, no es posible. Ese México ya no existe.
Privacidad, hasta el 20 de mayo en el Teatro Insurgentes.
*Agradecemos al Teatro Insurgentes por las facilidades otorgadas para la realización de estas fotografías.
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