Emiliano Padilla

El paralelismo artístico de la gastronomía

1805
texto Isabel Abascal
fotografía Ana Lorenzana

He llegado temprano a mi cita con Emiliano Padilla y estoy sentada en la barra de mármol negro de Voraz, el restaurante que ha abierto hace pocos meses en la colonia Roma. Desde lo alto de mi banco veo espejos y superficies de acero inoxidable, filas de prístinas copas de vino, botellas de mezcal sin etiqueta, bolsas transparentes llenas de limones amarillos, y un gran póster de un Lamborghini rojo sobre fondo negro. High Fidelity. La barista me prepara un cortado con una sonrisa antes de continuar introduciendo palomitas de maíz en un líquido dorado y tentador que resulta ser whisky oaxaqueño elaborado con cuatro tipos de maíz nativo —rojo, morado, amarillo y blanco—. Observar cómo las palomitas redundantes se sumergen por entero en ese mar ámbar me provoca una extraña sensación de satisfacción que entra por los ojos y se queda dando vueltas en la base de la lengua. Dulce. En contraste con mi café, que está ácido y claro. Fuerte. ¿Para qué maceran las popcorn? Nota mental: preguntarle eso a Emiliano. Traigo otras preguntas anotadas y cierta inquietud por conocer a este tipo norteño que en las fotos siempre aparece con el rostro semicubierto por una gorra. How do you serve the question? Pregunta Kendrick Lamar a medio volumen desde unos pequeños altavoces negros. Ajá, ésa es la cuestión. Nunca he entrevistado a un chef, así que Happiness or flashiness ¿cómo se le lanzan las preguntas a un experto en cuchillos?

Emiliano aparece unos minutos después, todo vestido de negro, con gorra, sí, acento regio, el porte de un patinador profesional que se mueve sin dificultad por su piso verde de baldosas hidráulicas. Hola, ¿nos sentamos? Donde tú digas. Afuera entonces. El sabor imaginario de pequeñas explosiones de maíz almibarado en el paladar. Todas las mesas tienen dos capas de manteles blancos, el de arriba formando un ángulo de 45o grados con el de abajo. Me coloco frente a Emiliano y extiendo las manos sobre el algodón. Suave. Voy a grabar, pero no me fio mucho de esta máquina. Entonces yo grabo también y te lo mando. Así está bien, arrancamos.

Isabel Abascal (IA): No vamos a empezar hablando de cocina, sino de las otras cosas que haces. Pareces un hombre del Renacimiento, un polímata. Compones, produces, emprendes… N4no, tu “alter ego” musical, y Voraz son los dos proyectos más visibles, pero uno puede encontrar rastros de tu personalidad en el diseño de la web del restaurante, en la manera en la que está redactado el menú, las letras que se convierten en números, la escritura especular. ¿Cuál es la relación entre todos estos proyectos?

 

Emiliano Padilla (EP): Mi casa fue una casa muy privilegiada en la parte cultural. Soy de Monterrey, una ciudad cero artística, la verdad, pero mi papá es arquitecto y mi hermano diseñador gráfico, mi mamá es joyera y diseñadora de interiores. Entonces, desde muy joven tuve esas referencias. Es algo que nunca me tomé en serio y de niño no me sentía como una persona particularmente creativa ni siquiera, pero luego, conforme pasó el tiempo… como que estaba en mi naturaleza. Ahorita que mencionas todos estos ejemplos, pues sí, con cada cosa que hago tengo personas que son mejores que yo para crear un beat o la parte visual o un branding o un uniforme, ¿sabes? Sé muy bien mis limitantes. Tengo ideas claras, pero a veces no cuento con los recursos para ejecutarlas. Hay gente talentosa que me ayuda a lograrlas y el hilo conductor es como una curaduría involuntaria que sucede.

 

IA: Ya que hablas de tu infancia… estaba releyendo un libro que sé que te interesa, “Kitchen Confidential”, donde Anthony Bourdain narra un par de anécdotas que son puntos de inflexión en su vida. Cuando de niño prueba una sopa fría, una “vichyssoise”, y dice “wow”, y después cuando se come su primera ostra en Francia. ¿Cuáles serían esos momentos definitorios para ti en los que sucedió algo que te hizo saber que ibas a tener una relación con la comida y con la cocina? ¿Cuál es tu “vichyssoise”, tu ostra?

 

EP: Está muy raro porque no sé cuándo no estuvo presente eso. Por algún motivo siempre fue… Cuando estaba trabajando en Nueva York, a los 22 o 24, una amiga de la primaria me escribe y dice: “güey, estamos abriendo una cámara del tiempo que hicimos cuando teníamos 10 años. ¿Quieres que te mande una foto de tu carta? ¿La abro?” Y yo: “sí, obviamente no me importa”. Me la mandó y era un dibujo horrible de un chef que decía: “me veo siendo un chef en Nueva York”. No tengo idea de por qué una persona de 10 años tenía esa claridad vocacional, pero es algo que siempre tuve. Mi mamá cocina muy cabrón y toda la familia de mi madre tiene una obsesión muy anormal con la cocina. Tengo una tía que se terminó transformando en una celebridad de YouTube a sus 65 años. Su canal se llama “Cocinar y gozar” y tiene millones de “followers”.

 

IA: ¿Qué cocinaba tu madre?

 

EP: Ella se quedó sin mamá a los 12 años y la crió su abuela, mi bisabuela, que era de Estados Unidos. Era gringa, y estaba obsesionada, esa señora, con la cocina. Tenía libros de Martha Stewart y de Betty Crocker. Mi mamá creció probando comida de todo el mundo en un lugar como Monterrey, que pues ni al caso; preinternet, aparte.

 

Llegaba a mi casa y de repente había curry verde tailandés, y luego una milanesa a la parmesana, cosas súper elaboradas. No sé cómo le hacía mi mamá para tomarse el tiempo, porque aparte siempre trabajó. Siempre estuve expuesto a cocina bien cabrona, deliciosa y, no sé, desgraciadamente no te tengo un punch line así de que “esa ostra”. Fui un fuck-up total, de alcohol y marihuana, no hacía nada académico. Siempre supe que quería ser cocinero y en mi hogar no estaba permitido eso. En la familia de mi papá todos son ingenieros. Decir que quería ser cocinero era casi como decir que era trans, era el equivalente para esa mentalidad en ese momento. No estaba permitido. Un día dije “fuck it” y me salí de la universidad. Conseguí una beca en una escuela culinaria y un trabajo lavando platos. Me despertaba a las seis de la mañana, entraba a la escuela a las siete, salía de la escuela como a las cuatro de la tarde y entraba a trabajar a las cuatro y media, y salía de trabajar a la una de la mañana.

 

Terminé en el restaurante de un chef que se llama Alfredo Villanueva, durante mis años formativos, de los 19 a los 21. Luego, con mi hermano, abrimos un lugar que se llamaba Botanero Moritas, que fue una insignia descomunal en Monterrey. Era una cantina, pero mucho más laid back, o sea, era como tomar lo clásico y hacerlo, nada más, bien. Eso era lo único que yo quería hacer. El caso es que nos fue cabrón, tenía 21 y me estaba yendo muy bien, pero después de un año me sentí estancado y me vine a Pujol con Enrique Olvera, entré como practicante.

 

“En la cocina es admirable y muy impactante que podamos llegar a tanta autodisciplina, al final del día todos los participantes están sacrificando su alma, su vida, sus relaciones humanas.”

IA: ¿Y qué tal en Pujol?

 

EP: Para mí fue súper transformativo. Me corrieron, cosa que me merecía, pero en el momento no lo sabía, pues venía con toda la actitud regia, hablando así, altanero, y no entendía el sistema de una cocina de ese calibre. Aparte venía de ser el jefe por dos años. Me faltaba humildad y me faltaba entender el yes, Chef. Pero sí ejecutaba muy bien mi trabajo, nada más que tenía una pésima actitud para ese tipo de sistema.

 

IA: ¿De qué te encargabas?

 

EP: Fui muy insistente para que me pusieran con el jefe de Producción —más que en el bateo de la noche—, porque él era el que hacía el mole, nixtamalizar. Yo no sabía nixtamalizar, no sabía hacer una tortilla desde cero. Ni siquiera sabía bien cómo cocinar una tortilla, para lo que hay toda una metodología, un control de temperatura. Quería trabajar con ese güey, pero ese güey no quería que yo trabajara con él. Se la vivía haciéndome para allá. Yo hacía mi trabajo rápido para volvérmele a pegar y ayudarle, y la verdad le aprendí un montón. Después de tres meses me despiden, y justamente dije: “¿qué hago? O sea, me vine a esta ciudad, ni siquiera soy de aquí”. Vivía en el sillón de un amigo porque no te pagan, ¿no? Entonces pensé: “pues voy a ver si en el extranjero, alguien, algo.” Empecé a mandar correos a mis ídolos de Nueva York porque siempre he tenido una afinidad con esa ciudad, con la música, todo el trip del hip hop, con The Strokes, el arte, las películas, de niño Mi pobre angelitoLe escribí a David Chang, a April Bloomfield, a un chingo de gente, y todos me empezaron a responder, pero todos tenían las mismas dos preguntas: si estaba en Nueva York y si tenía una visa de trabajo. A todos les dije que sí, que era una mentira, evidentemente. Acomodé una semana de pruebas de cocina, me prestó dinero mi hermana, me fui a Nueva York con mis cuchillos y mi mandil, pretendiendo que ya vivía ahí. Al final escogí irme con April Bloomfield a The Breslin, que estaba en su momento en el Ace Hotel. Tenían un programa de butchery, de carnicería total, de despiece de canales completos de animales, tenían toda esta onda de nose to tail, de usar el animal en su totalidad. Hacían terrinas, embutidos… era la cocina de un hotel Michelin, tenían una infraestructura muy cabrona: panadería, repostería, bla, bla, bla.

 

Ahí sí tuve que desaprender quién era y volver a aprender quién era y estuvo muy interesante. Era un lugar mucho menos meticuloso que un Pujol, que es un tasting menu, pero el volumen era una locura, y la ejecución sí tenía que ser como… tener una estrella Michelin en Nueva York no es lo mismo que tenerla en otras ciudades. La competencia está muy cabrona. Hacíamos 500 personas en un día, 700 a veces, con la estrella. Desayuno, comida y cena. Era una locura de trabajo y de volumen.

 

Estuve ahí casi dos años; entré desde abajo y terminé siendo su chef ejecutivo. April me ofreció hacerme el jefe de cocina, pero no mames, tenía 24 años, era una locura. Le dije: “que chido, pero la verdad no quiero ser el jefe de nadie ahorita, quiero seguir aprendiendo”. Ella me dijo: “¿a dónde te quisieras ir?” Y le dije que soñaba con el Noma, con el Fäviken y con el RyuGin. April conocía directamente a Magnus Nilsson, en el Fäviken, y a René Redzepi, en el Noma. Me dijo: “déjame les escribo”. Y ya. Un día yo estaba caminando en Union Square, camino a mi trabajo o creo que era mi día libre de hecho, y me llegó así un mail de René Redzepi que decía: “Hola, Emiliano, we will be happy to have you here”. Empecé a llorar porque estaba súper obsesionado en ese momento con la cocina y era lo único en lo que pensaba.

 

IA: Terminaste yéndote primero al Fäviken en el círculo ártico de Suecia. ¿Cómo funcionaba aquella cocina, qué es lo más difícil que tuviste que hacer en cuanto a destreza?

 

EP: El Fäviken fue otro upgrade que tuve que vivir, fue volver a subir la vara culinaria y volver a llegar con orejas de burro y ser el güey menos hábil de la cocina, el más lento, el de menos técnica. Es vanguardia nórdica, locura total, ultra mega fine dining. En ese momento era de lo más cabrón pasando en el mundo. Tenían un plato famoso que yo hacía, se llamaba “Pi’s Blood… no me acuerdo del nombre, la verdad, pero eran unas cazuelitas hechas de sangre de puerco y adentro estaban rellenas de huevos de trucha. Era un appetizer antes de empezar a comer. Hacer las pinches cosas de abajo era una cosa tan delicada, y si las tocabas se rompían…

 

IA: Porque la sangre está líquida y la tienes que solidificar…

 

EP: Exacto, con el puro coágulo. Es un control de temperatura y no se puede quemar tampoco y tiene que ser muy delgada. Es como esta hiperatención e hipersensibilidad a todos los factores que pueden afectar el resultado final. Y la velocidad… tienes que hacer eso, pero hay otras 20 cosas que hacer. Como un artesano, haciendo todo con mucha calma y aprendiendo a refinar. Salía de trabajar y había auroras boreales. La primera vez que las vi, lloré, me conmovió.

 

[Es la segunda vez, desde que empezamos a platicar, que Emiliano me cuenta que lloró, que la vida lo golpeó con una ola de belleza, de suerte, de éxito en forma de email o de aurora boreal, y que la ola lo sumergió hasta el cuello y las gotas de agua salada se le salieron por los ojos. Cada escena que describe está llena de pequeños detalles, como anclas, que me permiten visualizarla y, en cada una de ellas, Emiliano conserva su estatura, su gesto de determinación y su coolness, más aún con el rostro húmedo de lágrimas.]

 

IA: Sobre la cocina de tu restaurante, ¿qué ingredientes hay en Voraz que no sean típicamente mexicanos, y que sean influencia de ese paso que has tenido por el norte de Europa, Japón, Estados Unidos?

 

EP: Creo que ninguno. Me he impuesto una condición… la única cosa que necesito cambiar —la verdad me da vergüenza porque ahí decidí romper mi regla—, fue que le puse un camembert al pay de nuez, porque está delicioso. Y me hice ahí, como dicen los mexicanos, la puñeta mental, me mentí y dije: “güey, es de Querétaro, sí se arma”. Y como no soy repostero, la verdad es que se me dificulta hacer postres bien cabrones y disfrutar hacerlos.

IA: Es porque la cocina salada es mucho más libre, como componer música, y la repostería es más rígida.

 

EP: Sí, como laboratorio, aburrido. Para mí la repostería es hacer tarea, y lo otro es más intuitivo y en el presente, más improvisado. La creación, al menos.

 

IA: ¿Hace cuánto abrió Voraz, unos seis meses?

 

EP: Sí, justamente. ¿Sabes la historia? Es otra conversación, pero la génesis de Voraz fue una cosa tremenda.

 

IA: Cuéntame.

 

EP: Bueno, fue Fäviken, luego RyuGin y luego Noma. Japón fue una locura, otra vez. Dormía en literas arriba del restaurante. Trabajábamos 15 horas al día, seis días a la semana. No hablaban nada de inglés. Estaba ayudando a hacer cosas muy sencillas, picar una cosita, digo, mucha técnica de cuchillo, pero terminé haciendo unos platos de cangrejo, hacía sashimis… No me dejaban cortar el pescado, pero me entregaban ya las piezas cortadas y yo tenía que marinarlas, procesarlas, hervirlas. Luego estuve en Noma, René Redzepi me ofreció trabajo y sacarme una visa. Le dije: “güey, te tengo que decir algo… gracias, pero no gracias”. Literalmente le dije: “para mí Noma es como las pirámides de Egipto, de las cosas más cabronas que hemos logrado hacer como humanidad, pero están ‘built upon suffering’. El güey me subió al techo y tuvimos una conversación como de dos horas. Me temblaban las rodillas. Hablamos del estatus de la cocina y del mundo y a dónde íbamos. Pinche conversación súper elevada. Ese güey es un personaje impactante. Y ahí tuve que tomar esta decisión y dije: “no se puede, o al menos yo no. Si René no supo cómo, yo tampoco sé cómo”. Por eso el Fäviken cerró, por eso el Bulli también cerró. Al regresar a México, ya no quería volver a cocinar jamás. Estaba fatigado, pesaba 15 kilos más de lo que peso actualmente, que no hay tanto para donde hacerse, estaba perdiendo la vista, tenía tendinitis, o sea mi cuerpo ya estaba…

 

IA: ¿Cuánto duró todo este viaje? Nueva York, Japón, Suecia…

 

EP: Tres, cuatro años. Cinco, si cuentas el DF. Fue rigor total. No vi a mi familia nunca, ni una Navidad, ni un cumpleaños, todo trabajo, trabajo, trabajo. Estuvo muy duro. Lo más transformativo fue que me di cuenta de que hay gente que nada más es mejor que tú, y ya. No importan las ganas, no importa el talento. Luego, saber que “hay güeyes que son demasiado cabrones en su cosa, pero yo soy el más cabrón para hacer Voraz”. Fue redefinir qué chingados quiero hacer en la cocina. Se me quitaron las ganas de estar jugando a la cocina de vanguardia. Fue como “deja de estar tratando de emular lo que se supone que deberías estar haciendo y busca tu propia voz y tu propio pulso, persíguelo y encuéntralo”. Hay que sacrificar la ambición de ego culinaria para lograr hacer equipos más sustentables y gente más feliz.

 

IA: Está muy zen este trasfondo.

 

EP: Mucha terapia costó. Y sí es verdad, es muy admirable y es impactante que podamos llegar a tanta autodisciplina, pero al final del día están todos los participantes sacrificando su alma, su vida, sus relaciones humanas. Lo veía con los chefs, eran personas muy huecas, o con unas áreas completamente en cero, o sea, inmaduras emocionalmente. Como dioses en una cosa y en lo otro, bebés recién nacidos.

 

IA: Que me lleva a la siguiente pregunta. Hablas de platos para compartir, incluso en la web, ¿Qué importancia tiene ese acto de compartir? ¿Es algo social, espiritual?

 

EP: Súper. Deliberadamente no hacer platos de tasting menu era muy importante para mí. El motivo principal es que las mejores experiencias que he tenido en mi vida, ni siquiera culinariamente hablando, son comiendo con gente, pedísimo, y arrebatándole el pan al que está al otro lado de la mesa, mientras el otro te da a probar una salsa. Ese caos de comer es lo más chido. Dejan de ser los Nomas y empiezan a ser otro tipo de lugares donde todo está delicioso, donde se le sube el volumen al alcohol y donde hay esta interacción social. Se siente como un festín navideño, una pinche celebración de vivir. Eso es lo que quería lograr con la cocina mexicana.

 

IA: ¿Y de ahí el nombre Voraz? Has dicho festín y me ha resonado una cosa con otra.

 

EP: Voraz… raramente registré ese nombre hace 11 años. Llegué con mi hermano un día, le dije: “ya sé cómo se va a llamar mi restaurante: Feroz”. Y me dijo, “Feroz está cabrón, pero está más cabrón Voraz”. Para mí Voraz hoy significa back to basics. Por eso tengo manteles en las mesas, por eso la vajilla, toda es blanca, básica, casi aburrida, porque quiero que se trate de que está bien pinche rico, antes de lo que sea. Hay lugares con mucha estética y muy poco fondo, y aquí quiero que sea al revés.

 

IA: Aunque aquí en Voraz hay una estética muy cuidada, me hizo pensar en El Covadonga.

 

EP: Sí, ¿no?, y aparte cantina, exactamente. Se me hace lo más punk regresar a usar manteles.

IA: “Back to basics”. Voraz me resuena mucho con apetito animal. ¿Qué le dirías a alguien como yo, que ha sido vegetariana desde chiquita, sobre la ética de comer animales?

 

EP: Que tú estás bien y yo estoy mal, pero que soy una persona egoísta y que no estoy dispuesto a sacrificar ese pinche placer en esta única vida que voy a tener. Pero está mal, creo que ecológicamente está mal. El sacrificio animal es horrible, sobre todo en masa. O sea, no tengo perdón de Dios, y ya.

 

IA: ¿Y cómo lidia Voraz con eso? El pescado, por ejemplo, es sustentable…

 

EP: Sí, los proveedores son lo más cabrón que puedo conseguir en mi país. Pero más adelante quiero hacer un concepto de comida vegetariana masiva. Lograr hacer comida barata, replicable, deliciosa, vegetariana.

 

IA: ¿Cuál es tu plato favorito del menú actual, de Voraz?

 

EP: Creo que la tostada de atún. Suena aburridísimo, yo no quería meterla, no quería que fuera una tostada de atún. Hice todas las pruebas posibles con otros pescados y al final dije: “el atún está bien cabrón”.

 

IA: ¿Es atún mexicano?

 

EP: Es de Ensenada, atún que sacrifican como ikejime japonés. Una manera de sacrificar el pescado que le meten una varita de aluminio con un filo. Es como un alfiler así larguísimo, entra por el lagrimal directamente a la espina dorsal. Ni siquiera llega a rigor mortis. La sangre no se va a los músculos.

 

IA: ¿Va a ser una tostada que te la tienes que comer sin soltarla? Porque esa es mi experiencia con las tostadas: la agarras y ya no la puedes soltar.

 

EP: Sí, eso sucede. Me molesta que las tostadas sean así. No puedo ni morderlas. Quería que cada bocado tuviera todos los elementos, y tiene una salsa que se llama chintextle, que es del Istmo de Oaxaca y se hace a base de tomate, pasilla mixe y hoja santa. Eso es lo más básico. Aquí la hacemos con camarón seco, chapulín, hormiga chicatana, pasilla mixe, tomate asado y más cosas.

 

IA: ¿Qué te cocinas cuando estás de bajón y te tienes que animar?

 

EP: En mi casa siempre me hago bowls de gohan. Tengo una arrocera japonesa hermosa. Es Zojirushi, que le llaman, son buenísimas. Me hago bowls y cambio los toppings dependiendo de qué hay en mi refri. Siempre tengo kimchi, miso. Con un arroz caro hecho a la perfección en la pinche máquina, le pones medio aguacate y ya está.

 

IA: Regresando a tu papá, hablemos de arquitectura. ¿Qué tan importante es para ti la experiencia espacial? En la web de Voraz se habla de algo que comienza en la barra y que se extiende a todos los rincones del espacio.

 

EP: Sí, para mí es gigante. Al principio quería que toda esta área verde fuera alta y sin sillas, con gente parada tomando. Eso le da una vibra al lugar muy inusual, muy española. Muy especial para México, creando este dinamismo de gente parada pedísima, y luego gente a punto de dar un anillo.

IA: Hay una paleta de colores muy clara con el verde de la lámina metálica, las baldosas hidráulicas, la pintura desvaída de las paredes. ¿Quién se encargó de diseñar esas lamparitas?

 

EP: Fue mi hermano. Yo le dije lo del verde y a él le gustó y propuso lo de las láminas de taller, un material muy low brow, pero hacerlas con diseño, custom, bonitas. Con puro diseño haces que algo que es casi basura se transforme en algo premium.

 

IA: Vamos a hablar de otra de tus lecturas de cabecera, Slavoj Zizek, tecnología y poscapitalismo.

 

EP: Ah, sí, ¿cómo supiste eso?

 

IA: Estuve “stalkeando” de ayer a hoy, me tuve que preparar rápido. Quisiera retomar el tema de tu proyecto musical, N4no, que tiene un “input” de tecnología muy fuerte y regresar a la sangre líquida que se transforma en sólido. Zizek también se interesa por los cambios de estado porque insiste mucho en la frase de Marx: “todo lo que es sólido se desvanece en el aire”.

 

EP: Específicamente mi proyecto artístico, N4no, tiene un paralelismo con Voraz y es que para mí ambos son una interpretación personal de un México moderno, y esa es la misión de los dos. Quiero que se sienta que ambos son de esta ciudad, una ciudad cosmopolita de 2025, donde claro que hay tecnología, pero también hay raíces. La tecnología para mí es fascinante, una caja de Pandora que nos va a salvar y nos va a meter en otros problemas. Si no hay avance tecnológico, estamos fritos. Tanto en la cocina como en la música, hay herramientas que te ayudan a llevar ideas a cabo de una manera controlada. Instrumentos, la parte análoga, junto con software, plugins. Las dos cosas tienen que converger para poder hacer algo nuevo.

 

IA: ¿Cómo se encuentran ambas cosas en Voraz?

 

EP: Hay un chingo de platos que tocan la lumbre y el asador —que es la cosa más antigua posible—, pero también estamos haciendo espumas con lecitina de soya y aceites que se meten al termocirculador.

 

IA: Has mencionado el tema de la fiesta, el estar celebrando, pasarla bien. De nuevo Bourdain describe sus comienzos en la cocina así: about fornication, free booze and ready access to drugs”. También en algunas letras de tu álbum debut, “Anomalía”, hablas de drogas, de sexo, de fiesta. ¿Qué importancia tiene todo eso en tu trabajo? ¿Cómo se traduce a tu cocina?

 

EP: En mi música es súper evidente y en la cocina quiero hacer lugares divertidos. Obviamente no son festivales de música tecno, ¿verdad? Pero no busco crear un lugar solemne donde digan, “¡wow, qué bárbaro, este chef tan intelectual!” Antes quiero generar un ecosistema donde alguien puede venir a olvidar que tiene un pinche problema con la renta o que se peleó con su esposa. Eso se me hace mágico, aunque yo ya casi no tomo alcohol.

 

IA: ¿Estás muy involucrado en la mixología y la selección de vinos?

 

EP: Sí, estoy súper metido, pero eso es el departamento de mi socio, Norman Pérez, que creyó en mi visión. Es un sommelier tremendo. En el alcohol, en el vino específicamente, no te puedes limitar a México.

 

“Para mí lo importante es agarrar la cocina mexicana y ponerla como un exponente cultural lo suficientemente tremendo como para poder competir contra cualquier otra.”

IA: ¿Te interesa la figura del chef como antropólogo, cocinar para hablar de lo social?

 

EP: Me conflictúa estarle sirviendo al 1% del país. Es parte de por qué quiero hacer otro tipo de cocina también, para no estar catering to the ultra rich. Para mí lo importante es agarrar la cocina mexicana y ponerla como un exponente cultural suficientemente tremendo como para poder competir contra cualquier otra. Me frustra que muchos de los mejores chefs del país estén haciendo cocina fusión. Para mí era un statement muy importante poder hacer este tipo de lugar con cocina mexicana y ya.

 

IA: ¿Qué lugares sí lo están haciendo bien?

 

EP: Eh, ¿restaurantes te refieres? No, pues hay mucho…

 

IA: O tacos de la calle.

 

EP: En ese segmento creo que sí somos un destino cultural, un heavyweight para competir contra cualquier país. Aunque a veces me pasa que ¿dónde está el pinche taco al pastor del que hablan todos? Y son como fantasmas que no existen. Para llegar a competir a un nivel de verdad contra Tokio, Nueva York o París, tenemos que ser más exigentes con la cocina que hacemos. Cocina mexicana, haciéndola con honor y con una vara alta de ejecución.

 

IA: Última pregunta. ¿Quién ha montado la “playlist”? Estaba escuchando corridos tumbados, luego Kendrick Lamar. 

 

EP: La hicimos mi hermano y yo. Lo que queríamos los dos era ningún hit. Sí va a sonar Radiohead, que sea la canción bizarra, que el fan va a decir, verga, esa rola. Que no sea “Idioteque”, ¿sabes? Y está Kendrick Lamar, igual. Y está un corrido, igual. Tratamos de meter b-sides y que sea world music. Hay muchas cosas en español, pero también en inglés, porque creo que todo eso es la Ciudad de México.

 

Isabel Abascal es una arquitecta e investigadora madrileña que radica desde hace una década en la Ciudad de México. Fundó el taller de arquitectura LANZA en 2015, junto a Alessandro Arienzo, quien le enseñó cómo sabe la arquitectura en México, cómo se hace una tortilla desde cero y cómo comerse una tostada sin romperla en pedazos. Hoy en día Isabel escribe sobre las relaciones entre maternidad y arquitectura.


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