Fotografía: Ana Lorenzana
Maquillaje y pelo: Mónica Marquet
“My mother was my first country, the first place I ever lived.” – Nayyirah Waheed
Un vestido de nuestra madre, un saco, una prenda que le robamos o que ella nos regaló, nos sirve de excusa para llevarla cerca, a donde sea que vayamos. Usarla nos devuelve la sensación de abrigo que conocemos desde antes de nacer. Con ella damos saltos a otros tiempos, a otras épocas y escenarios que nos dan las pistas sobre nuestra propia existencia; podemos mapear nuestro propio devenir.
Rechazamos el dicho de no apegarnos a las cosas y conservamos estas prendas con un solo objetivo: el de recordar. Las asociamos a ciertas memorias y encontramos en cada una un relato sobre nuestra madre. La prenda que se distorsiona con el tiempo, conserva el eco de su silueta, guarda su aroma y las anécdotas de la vida vivida anteriormente en ella. Pero cuando esa pieza pasa a nuestras manos, esa vida se renueva y es momento de entretejer con ella nuevas narrativas. Entonces lo más importante es contarlas: aquí las historias de cuatro mujeres que recuerdan su origen a través de una prenda.
Isabel llegó a México hace tres años, pero lleva fuera de su país más de 10. De su madre conserva una blusa roja de seda. Es de manga larga y cuello alto cerrado, de la departamental española El Corte Inglés. “Son cosas que me recuerdan a ella”, dice, y desde su perspectiva de arquitecta, agrega: “me pasa como con los espacios: cuando eres chica, los ves muy grandes, y de pronto todo cambia; con la ropa es igual. Llegó el momento en que podía usar esta blusa. Ya no era una adolescente y no la sentía de señora, o pasada de moda. Ciertas cosas prevalecen”.
Isabel Abascal
Arquitecta
Isabel creció en Madrid, en donde está toda su familia. La relación que tiene con su madre es muy cercana, igual que con su padre, aunque hubo un punto de ruptura muy claro, como de cortarse el cordón umbilical. “Un momento que para mí fue muy fuerte. Tenía 21 años y estaba viviendo en Berlín, pero me la pasaba en la fiesta; entonces pedí una beca para irme a la India y alejarme un poco. Mis papás me iban a ir a visitar a Berlín, pero yo quería quedarme más en la India. Mi padre me dijo, desesperado: “si no regresas en el primer vuelo a Berlín, nunca más te voy a dejar entrar a mi casa”. Le contesté que lo iba pensar. Siempre los obedecía; al día siguiente le llamé y le dije que me iba a regresar. Pero me contestó: ‘No, ya tomaste una decisión, lo único que cambia a partir de ahora es que cuando te equivoques, no voy estar para protegerte’. Y no hubo vuelta atrás. Desde ese momento dejaron radicalmente de decirme qué hacer o por dónde ir”.
Ahora Isabel procura ir por lo menos una vez al año a ver a su familia, y durante esos mismos viajes, también visitar a su tía, a quien llama madrina y con quien se identifica más. Para Isabel siempre ha sido un ejemplo por seguir. Tal vez por compartir la misma curiosidad de ver el mundo y una mentalidad global, como ella dice. Además, entre otras cosas, también comparten el clóset. Isabel tiene muchas prendas que su tía le ha dado, y que atesora con cariño. “Me hace ilusión tener a mi mamá o a mi tía más cerca a través de sus prendas. Mi mamá representa unos valores y mi tía otros. En este momento de mi vida siento una mezcla de las dos. Por un lado, tengo el deseo de la estabilidad y valoro mucho la importancia de la familia —tiene un gran sentido maternal—, pero también tengo ganas de aventuras y de experimentar”, dice.
Desde hace tres años tiene un saco de colores que era de su tía. Es un saco de algodón, comprado en París. “Lo usé para la inauguración de una exposición que hicimos en Tlatelolco, y me acuerdo mucho de que todos iban de negro y yo de color”. No tiene botones y es recto, su propia estructura rígida lo hace una pieza para sobreponer.
Hay algo muy personal en una prenda que te envuelve y te puede hacer sentir diferente. Para Isabel, la ropa funciona así. Dependiendo del día, se pone esto o aquello. “Si me se siento baja de energía, me pongo algo que me dio mi mamá. Si me pongo este saco, sé que todo va funcionar. Es como un traje de superhéroe o una armadura.”
Gabriela Jáuregui
Escritora
Gabriela tiene algunas cosas que su mamá le ha heredado. No precisamente que ella haya escogido, sino que, según su madre, se le verían bien. Así se hizo de este vestido rosa, más bien una mezcla entre fucsia y coral, de rayón y manga larga. Es un vestido del italiano Emilio Pucci, que, aunque tiene algunos años, todavía mantiene la brillantez de su color original. Su madre lo compró antes de que ella naciera, durante su luna de miel en Europa. Ahora Gabriela no sólo piensa en la vida que su mamá vivió anteriormente en este vestido, sino que también lo asocia a una sola imagen: una mujer en una Vespa, en Roma. “Es uno de esos recuerdos, entre cliché y realidad, de lo que probablemente fue su viaje en los 70, cuando lo compró”, dice.
Gabriela no se lo pone muy seguido, pero a diferencia de otras prendas que siente muy suyas, cuando usa este vestido es como si se convirtiera en alguien más. Cuando se trata de moda, le llaman la atención ciertas piezas, por extrañas o porque los cortes son interesantes, pero lo que más le gusta es que una prenda logre un equilibrio entre estilo y sentido del humor.
Casi no compra ropa nueva; al contrario, prefiere la de segunda mano, la que considera más interesante. Siempre que puede o que viaja, y mucho más cuando vivía fuera de México, procura ir a los mercados y a las thrift shops a encontrar un tesoro. Así ha desenterrado algunas piezas como vestidos que trascienden los años, que bien podrían estar en un museo, y que cuando ella se pone, la hacen sentir como transportada a otra era.
Su madre era una una chica a go-gó; así la describe. En cambio, ella era una raver. No sabe qué será su hija, pero definitivamente tiene un estilo propio. A Gabriela le divierte verla jugar con su ropa. “Mi mamá le dio unas botas vaqueras que eran mías; se las pone con una falda y unas mallas, un traje de baño y lentes de sol; se inventa sus disfraces. Muchos dicen que lo tiene de mí, aunque cuando yo era chica, no me dejaban vestirme como yo quería; tenía que estar bien vestida con lo que me pusiera mi mamá, pero cuando eres tan chiquita, ésta es una forma de expresar tu creatividad”. Como ella lo ve, al final eso es la moda. “Me gusta verlo como una posibilidad más de expresar la imaginación, de manifestar humor, sentimiento, deseo”.
Gabriela es escritora y por lo tanto una adicta a la lectura, igual que su madre. El vestido, como toda la ropa que le ha regalado, es algo que las conecta directamente. El vínculo madre-hija ya se había fortalecido a partir de que Gabriela se convirtió en madre la primera vez. Ahora este lazo continúa creciendo con su segunda hija, que nació hace apenas unos meses.
Sofía Mariscal
Fundadora de Galería Marso y curadora
Sofía es parte de la cuarta generación de una familia de Chihuahua en la que las mujeres siempre han tenido un papel central. Cuatro generaciones de mujeres para las que la independencia es el valor más importante. “Es un matriarcado que empezó con mi bisabuela”, dice. Para contar esta historia, Sofía tiene un reloj que ella le dio. Es un reloj de oro, es de cuerda, y tiene una carga emocional muy fuerte. Antes se lo ponía sólo en ciertas ocasiones, pero ahora lo usa casi todos los días, sobre todo para las ferias de arte; le funciona como un amuleto que representa en lo que su familia está fundada: el negocio de relojes y joyas de sus bisabuelos.
Además de su bisabuela, con quien tuvo suficiente tiempo para convivir, Sofía creció muy cerca de su abuela, con la que pasaba todas las tardes después del colegio. “Ella es una mujer pionera. Se quedó viuda y, a pesar de tener el respaldo de la familia, salió adelante sola y empezó su propia compañía. De ella aprendí a ser emprendedora”, dice. A su abuela siempre le interesó el arte y viajar, y a Sofía la empujó a aprender idiomas y conocer otras culturas.
En términos de moda, Sofía no tiene muchas referencias de las mujeres en su familia, sino que más bien descubrió sus gustos por sí misma; lleva 13 años fuera de su casa y eso ha sido suficiente para definir sus preferencias estéticas. En todo lo que hace, se considera más bien clásica, desde los artistas con los que trabaja en su galería Marso, hasta en su forma de vestir.
En apariencia, su abuela también es una mujer sobria; en su ropa no se nota un gran interés por la moda o algún diseñador, sino que más bien le da importancia a la calidad y a las telas: un buen suéter de cashmere, un abrigo de lana, unos buenos zapatos. En cambio, su madre es más extravagante: le gustan las piezas llamativas y la joyería como collares grandes. Sofía no comparte con ella ni gustos ni estilo; de hecho, son bastante diferentes, pero son muy cercanas, todos los días hablan por teléfono y su relación es más de hermanas que de madre-hija. Sofía la describe como un alma rebelde. “Es artista, escribe y pinta, y es una mujer guapísima, muy alta”, dice.
El abrigo negro de lana era de ella. Es un abrigo de corte amplio y un poco pesado, una prenda básica que aparentemente no tiene nada de especial, pero que Sofía rescató de casa de sus papás en Chihuahua, donde hace mucho frío. Lo encontró en un clóset de puros abrigos junto con otras prendas de invierno. “No sé si mi mamá lo usaba mucho, pero son de esas cosas que llevan ahí toda la vida”, dice Sofía. La lana ha resistido y el abrigo mantiene su textura original, a pesar de los años se conserva intacto. Podríamos decir que, con él, Sofía lleva cerca a su mamá, con este abrigo está más cerca de casa.
Guadalupe Quesada
Fundadora de Casa Lu y artista plástica
Guadalupe y su mamá se parecen. Además de una complexión similar, ella encuentra semejanzas en el hecho de que ninguna de las dos se maquilla, usan tacones sólo cuando es necesario, y en general tienen un estilo simple, con gestos sobrios. Ambas son organizadas, ordenadas y un poco perfeccionistas, “cosas que pueden ser cualidades o defectos a la vez”,dice Guadalupe. Además, comparten el gusto por los mocasines con ecos, y a la hora de vestirse siguen las mismas fórmulas. “De chica, veía a mi mamá y decía: ‘se viste como una monja’. Pero ahora nos vestimos igual, con pantalones y camisas lisas. Incluso ella me escoge la ropa a veces. De hecho, hoy estoy vestida como mi mamá”, dice.
Sus primeras referencias de moda están asociadas a sus hermanas. Cuatro para ser exactos —y entre ellas una diseñadora de moda, Alejandra—, y un clóset compartido. “Ellas me ayudaban a vestirme y arreglarme para mis primeras fiestas”, me dice. “Me ponía su ropa y la primera vez que me maquillé, lo hizo mi hermana Ale”. Para ella ese clóset era enorme, interminable. Y las opciones se multiplicaban todavía más, si sumamos el clóset de su mamá, del que de vez en cuando sacaba algo.
En realidad, Guadalupe tiene siete hermanos, de los que ella es la quinta. “Siempre estábamos juntos y rara vez tuve a mi mamá para mí sola.” Así que no fue sino hasta que se marchó a París, donde estudió Arte y vivió por siete años, que encontraron el tiempo para hablar, para conocerse y convivir las dos solas, cuando su mamá la visitaba. “Íbamos a los museos o de compras. Ésos son los mejores recuerdos que tengo con ella”,dice. Guadalupe tiene puesto un saco de Cos, que compraron juntas cuando descubrieron la tienda hace unos años, en París.
Es un saco recto de punto, azul marino con rosa y blanco, de botones y con dos bolsillos al frente. “Ella lo compró, pero soy la que lo usa”, dice. Se lo pone seguido: hace unos meses lo llevó a la inauguración de su galería Casa Lu, que abrió a finales del año pasado en el Centro de Tlalpan. Este saco es de alguna forma un lazo de unión. Un reencuentro con su madre.
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