Orfea y el Tiempo

El híbrido de una femme fatale del siglo XIX

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texto Fernanda Sela
fotografía Fernando Etulain

Como un personaje salido de la Belle Époque a punto de subirse a un escenario y comenzar un acto, conocí a Manu vestido de Orfea. Llevaba puesto un corsé que alguna vez fue un prototipo para Dior, y que él mismo confeccionó cuando vivía en París y estudiaba diseño de moda. En la cabeza tenía unas trenzas tejidas y largas, como de una niña de cabello rubio o dorado. Convivimos poco, pero enseguida me di cuenta de que Manu es sensible e inquieto, con una energía y una creatividad encajadas, a las que deja salir gradualmente y en dosis pequeñas por medio de su obra.

Le pedí que me hablara más de Orfea, ese personaje que creó a partir de una mezcla de referencias, y que él define como el híbrido de una femme fatale del siglo XIX, un marimacho de los 20, una vedette de los 30, una ama de casa de los 50, o lo mismo cualquier estereotipo feminizado de la modernidad.

 

“Siempre ha habido una onda sexual en mi obra”, me dice. Manu toma los componentes de su propia sexualidad como punto de partida en su práctica. “Mis dibujos siempre han tenido que ver con esos temas. Supongo que era una manera de estimularme. Recuerdo una vez estar encerrado en el baño dibujando unas sirenas flotando en el fondo del agua, con chichis muy grandes, y me acuerdo de que les borraba las chichis una y otra vez para hacérselas más y más grandes”.

 

Siempre hay un acontecimiento por el que nos es revelado el sentido de nuestra propia vida, que nos muestra qué podemos llegar a ser. Para Manu, la revelación de su papel de artista sucedió desde que era un niño: “Mis papás son actores y desde chico yo también quería actuar. Vivía en casa de mi abuela, que parece un castillo o una cueva, y ahí pasaba las tardes cantando, usando los vestidos de infancia de mi mamá y de mi tía”, recuerda. Desde entonces algo en él se movió. Algo que se había gestado desde muy atrás, y que evolucionó en lo que ahora es este artista tan completo y diverso que dibuja, diseña, canta y hace performance.

No es ninguna sorpresa que su obra gire en torno a personajes que rompen con los estereotipos o los arquetipos, sobre todo en temas de identidad de género. Aquel mundo en el que creció, una suerte de matriarcado, con fuertes mujeres que rodearon su niñez, contrastó con la realidad: la de un mundo machista. “En mi infancia, siempre le pedía a Santa Claus ser niña, porque mis atribuciones a lo masculino eran más bien peyorativas. Los ‘hombres’ me parecían débiles, tontos y burdos, mientras que las mujeres, sensibles e inteligentes; organizadas y prácticas, quizá por las referencias con las que crecí. Sin embargo, ese sistema de valores resultaba muy nocivo para mí, porque yo ‘era hombre’. Aún sigo luchando contra esas ideas”. El problema, como él dice, es que uno lleva de anteojos su sistema de creencias, y si no busca autocuestionarse, estar atento o vigilante y ponerse en situaciones nuevas, los lugares comunes parecen confirmarse.

Si uno no se da la oportunidad de deshacer todo lo que alguna vez creía, para volverlo a construir parado desde otro punto, los cambios y las evoluciones no suceden. Cuando era niño le cuestionaban mucho su manera de ser. “Los niños más grandes me llamaban ‘niño mágico’, y suena bonito, pero no era en buen pedo. Años después me enteré de que era porque dizque podía cambiar de género a voluntad. Hoy, ¡me encanta la idea! Por juntarme con niñas la gente asumía que yo era homosexual. Lo irónico es que yo era muy precoz sexualmente y ya había tenido sexo con mujeres”. Manu nunca ha dejado de cuestionarse. O mejor, de revelarse contra las convenciones.

Sumergido en el performance, Manu nunca es el mismo. Como dice, “se nos pide definirnos y comprometernos con una identidad, pero creo que todos transitamos por personajes contradictorios todo el tiempo”. Y aquí es donde el vestuario juega un rol importante. Manu ama el disfraz. “Durante mi adolescencia me obsesioné con el jazz y todo el tiempo dibujaba personajes femeninos de los años 20, garçonnes y flappers. También me interesaban mucho los personajes nocturnos, las prostitutas y cosas así. Tenía muchas amigas con las que jugábamos a ser prostitutas y fantaseábamos con esos ambientes que eran ‘para adultos’”. Ese disfraz que todos necesitamos, que nos permite jugar y ser lo que queramos ser, a él le sirve para entender sus procesos internos. “Cuando me visto de Orfea, ella me muestra en qué estoy en ese momento; nunca es la misma Orfea, ni yo el mismo Manuel, y no se funden, más bien dialogan. Por eso me interesa que otras personas porten a Orfea también: para enriquecer el diálogo y profundizar más en el autoconocimiento, más allá de las identidades construidas. Es como una forma de meditación o psicoanálisis”.

 

Frente a la cámara, Manu juguetea con el vestuario, camina y posa, seduce a la lente, atento a su entorno, pero sumergido en alguien más. Se sube a unos tacones y se pone a gatas. Con su estilo, hiperrealista y moderno, pero de estética romanticista, deja de lado su identidad para inventar otras nuevas, con personajes que dan saltos entre lo erótico y el travesti. Incluso si sus ademanes cambian, según un vestido de terciopelo rosa, o unas mallas, él es protagonista.

Conoce el poder del cuerpo y sus gestos. Recurre a él como herramienta para confrontar a quien lo mira, ya sea en un acto en vivo o en alguna de sus obras, con las que incomoda y provoca. En Orfea, una voz masculina canta, y cuando el observador se acerca, descubre a un personaje vestido de mujer. Es un acto en vivo, efímero e irrepetible, que utiliza la sorpresa para desmantelar ideas dadas por sentado. Distorsiona la realidad y sucede en un ambiente erótico en el que el espectador se vuelve testigo, prisionero, voyeur, y, por último, completamente vulnerable. “Para entender la diversidad es necesario empatizar. Si uno habla con honestidad de algo que le afecta, aunque otra persona no haya vivido esa experiencia, puede identificarse”.


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