Sandra Blow

19 fotografías en el MOMA y una estética que combate el canon

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texto Danielle Franco
fotografía Beto Pinto Mora
estilismo Zunshu
maquillaje y pelo Isra Quiroz
locación Musmin

“Y ahora… despierta la mujer que en mi dormía.”

Hay cuerpos que habitan lo bello y otros que lo irrumpen por deseo y exceso. En Sandra Blow —su carne, su obra, sus cómplices— persiste esa segunda estirpe. Conocí su trabajo en 2014 cuando coincidimos, al inicio de nuestras trayectorias, en una revista editada por Tony Solís. Desde entonces ha sido parte cercana de la constelación con la que crecí. Su estética nace en Ciudad Satélite, suburbio aspiracional y experimento de modernidad. Hija simbólica de la coyota de Coyoacán y de Coapa, su gemelo del sur. Ese atractivo, síntoma de una expectativa frustrada, abre una zona ambigua donde la identidad se disputa más que afirmarse. En su obra, la pertenencia al territorio no es una propiedad individual, sino un incidente compartido: ahí, la imagen nos convierte —como a ella— en ícono, archivo y soporte a la vez. Ese atractivo, síntoma de una expectativa frustrada, abre una zona ambigua donde la identidad se disputa más que afirmarse.

 

¿Hablan sus fotos de ella, de nosotras, o de una superficie sin dueñx? ¿Qué ocurre cuando se es ícono, archivo y soporte a la vez?

 

Sandra no observa: encarna la escena. Si lo bello es inestable, ella negocia con su umbral. No organiza, sobrecarga. Lo kitsch, lo marginal, lo tierno y lo sucio se funden como tatuajes sobre la misma piel. El costumbrismo se vuelve escena: el baño, el camerino, la habitación, el altar, la pose, el truco. Nada se oculta: maquillaje, pelucas, frituras, medias rotas. Belleza y ordinariez no se oponen: se sostienen. Su mirada nace de la rebeldía digital: realities quirúrgicos, trauma, glitter, cabelleras oxigenadas. Una iconografía post-Playboy filtrada por redes sociales, recámaras y flashes quemados. No se instala en la nostalgia: la desmantela. Entiende que el atractivo no es gusto, sino poder.

Después de presentar su primera exposición junto a Ladrón Galería —y tras la disolución de ese proyecto—, Sandra comenzó a colaborar con Salón Silicón. En ese entonces, Trashy Couture fue un mote usado para descalificarla, pero ella logró reapropiarlo como núcleo de su propuesta. Aquello tachado de aspiracionismo fallido se volvió gramática visual. Lo común adquirió poder afirmativo y, de manera homónima, tituló así su segunda exposición individual durante la pandemia. No era parodia, era el archivo afectivo de una generación atravesada por la crisis, el consumo, lo viral y el brillo. Cada toma albergaba ficciones desobedientes, residuos de un sistema que ya no digiere lo engendrado.

 

Para entonces, ella bromeaba con que pasaba de ser joven promesa del arte a artista emergente. Poco a poco su trabajo se exhibió en galerías como Kurimanzutto y en latitudes distantes como Monterrey, Canadá y Suiza. A partir de este 15 de septiembre de 2025, 19 de sus fotografías formarán parte del catálogo de obra física del MoMA (The Museum of Modern Art) en New York.

 

Sandra es parte de mis afectos extendidos. Me espejea, me conmueve, me recuerda de dónde venimos. Entrevistarla, más que un acto profesional, es un encuentro entre colegas, generaciones y memorias compartidas, que sucede tras el eco del obturador de las imágenes que acompañan este artículo y el sorber de un par de bubble teas.

 

Sandra lleva la delantera de propuestas que circulan como tendencia. Su obra no trata de rechazar lo bello, sino de interrogar sus condiciones. Tal vez ahí reside la potencia de su trabajo: curvas como signo, imagen como archivo, óptica explosiva —blow by blow— en forma de ajuste de cuentas.

 

Danielle Franco (DF): ¿Cómo fue tu primer contacto con la belleza y en qué momento esa idea se fracturó?

 

Sandra Blow (SB): Mi primera noción de belleza fueron las chicas Televisa. Recuerdo a la Chule (Aracely Arámbula) en Soñadoras: abdomen marcado, cucas en el pelo, pantalones al borde del coño. Pensaba: “esto es lo más bello que he visto”. Pero no me parecía en nada, nunca fui hegemónica: esa panza de niña siguió ahí, incluso cuando me crecieron las tetas. Entonces entendí: “Quizá nunca podré usar esos pantalones ni parecerme a ellas”.

 

En los terribles dosmiles, la delgadez no era una opción: era ley. Hasta los empaques de leche mostraban familias rubias, felices, ajenas a lo que conocía. No había piel morena ni rostros reales. La sociedad lo gritaba: “estás gorda, no vales, tu nariz es redonda”.

 

Crecí en el Estado de México —entre Atizapán y Naucalpan—, un entorno clasista, sin conciencia de raza, género o desigualdad. Burbujas aspiracionales con complejo de élite. Muchxs ahí se creían de clase alta sin serlo. La blanquitud era belleza. Mi tía hablaba de los güeritos como lo máximo. A mi hermana y a mí nos decía: “lástima que no heredaron la piel blanca de su mamá”. Mi papá, en cambio, moreno, mexa al cien. De esa mezcla vengo, y a él me parezco más.

 

Desde los 12 estuve en terapia: ansiedad, hipocondría, autoestima baja. Llegué al hospital por temas mentales. Me hacían bullying. Pasé de niña imaginativa y alegre, a triste y ansiosa. Todo se torció en la escuela, las infancias también pueden ser crueles.

 

La idea de belleza empezó a romperse en mis 20, al mudarme a la CDMX. Una figura clave fue Cat Donohue, periodista de drogas y sexo que llegó de San Francisco a la ciudad. Me habló de “body positive”, feminismo, racismo. Íbamos a marchas, discutíamos todo. Su forma de ser y sus textos fueron un parteaguas. Tenía una revista, “4U Mag”, donde publiqué uno de mis primeros proyectos.

 

También conocí un crew que me marcó: Alan Balthazar (†), Pepe Romero, y amigxs de producciones independientes, fiestas de NAAFI, el auge drag. Todo mi universo se movió.

 

DF: ¿Qué personajes o estéticas marcaron tu imaginario en la adolescencia? ¿Algunos referentes visuales o teóricos te han acompañado desde entonces?

 

SB: La adolescencia es cuando ves qué pedo, llega un punto donde necesitas rebelarte contra ese sistema de bullies. Te haces punk, emo, dark. En la prepa me sentía única y diferente.

 

Esa rebeldía tenía algo de intelectual. Leía Crónicas vampíricas de Anne Rice. Creciendo en un suburbio donde lo único que había eran malls, ¿en qué te refugias? Me obsesioné con el cine. Ahí descubrí a John Waters y mi cabeza explotó. Divine me cambió la vida. John era otro inadaptado, outsider de Baltimore haciendo cine con sus amigxs. Cuando vino a México, hice lo imposible por fotografiarlo. No me pagaron, pero me llevé esa estrellita. Y no decepcionó.

 

En lo fotográfico, mi gran espejo fue Nan Goldin. La descubrí en CDMX, saliendo de noche. Me vi en ella: una mujer que documentó deseo, comunidad, drogas, pérdida. Yo también he perdido demasiadxs amigxs. Demasiados para querer contarlos.

DF: ¿Cómo influyó el Internet temprano —foros, “edits”, cámaras compactas— en tu forma de ver y hacer imagen?

 

SB: Nuestra generación vivió todo. Al inicio, ni sabíamos usar una computadora; luego, ¡pum!, llegó Internet. El primer día de prepa, todos pedían mi MSN y yo ni sabía qué era. Lo busqué en casa y abrí una cuenta. Así empezó esa era de conexión y expectativa. Luego todo se aceleró. Hoy, para ser artista, debes ser influencer, editor, creador de contenido, productor… casi chef. Una locura.

 

Mi trabajo nace en Internet. A los 20 años subía fotos a Instagram. Aunque crecí también con lo análogo, fue lo digital lo que moldeó mi estética. Aprendí Photoshop y otras herramientas de edición, por suerte se me dan bien.

 

Y estaban los vínculos: MySpace, donde conectabas con gente de otros lados; ahí descubrimos que el mundo era más grande de lo que imaginábamos.

 

DF: Tus imágenes tienen una potencia nacida del error técnico: flashazos, brillo, recortes. ¿Cómo se transforma el error en recurso dentro de tu trabajo?

 

SB: Al principio buscaba perfección, pero tengo un “mal muy grande”: siempre cortaba algo, piernas, brazos, cabeza. Capturaba algo potente y ¡zas!, algo quedaba fuera. Lo vivía como falla. Después, al explorar otras referencias, entendí que existen diferentes maneras de mirar. No era cuestión de pulcritud, sino de capturar el momento. Ahí conecté con la fotografía documental, donde me reconozco. Incluso al retratar fiestas, pienso en construir archivo, memoria.

 

No existe la foto perfecta, ningún instante se repite. Cuando alguien salta y logro captarlo con la cámara, no importa si sale incompleto o fuera de foco. Ese segundo no regresa. Esa enseñanza vino de la fiesta, donde nada se controla —luz, distancia, caos… el flash rebota, ni modo.

 

DF: Tu archivo actúa como memoria viva de la escena nocturna en CDMX. ¿Cómo decides qué mostrar y qué reservar? ¿Qué guía esa selección: ética, afecto o estrategia?

 

SB: En la fiesta es claro cuando alguien no desea ser fotografiadx. Te aparta la cámara o lo dice. No suelo pedir permiso antes porque se perdería el instante. Si la persona se percata y no objeta, lo tomo como un sí tácito.

 

En escenas delicadas —de consumo— todo ha sido consensuado. Muchxs incluso lo piden, “¡Tómame con el popper!”, y lo colocan frente a la lente. Saben lo que hacen. Varias de esas fotos han circulado sin conflicto.

 

Trabajo casi siempre en colaboración. Si no hay remuneración, al menos garantizo visibilidad, lo que implica publicar. Hay capturas que decido no mostrar. Lo sé al instante: momentos íntimos ajenos a la exposición. Actúo desde la percepción. Nunca oculto la cámara ni capto situaciones vulnerables sin cuidado. Quienes me ubican, saben que documento. Si prefieren no salir, lo respeto. No me arrepiento de lo mostrado; lo que pesa es todo lo archivado.

 

DF: ¿Cómo transitaste de habitar la fiesta a documentarla? ¿Qué dirías a quienes aún romantizan vivir de la noche?

 

SB: Comencé dentro, siendo parte de ella. Hoy, sobria por elección, sé que sin ese límite habría sido insostenible. La escena es excesiva. Intenté combinar placer y oficio, pero no funcionaba; cubría eventos, cobraba, gastaba, y el dinero desaparecía en la misma noche, en manos de algún dealer. Al despertar estaba cruda, sin dinero, agotada. Entendí el dilema: te sumerges o trabajas. Ahora voy distinta: saludo, bailo un poco, convivo. Pero no me pierdo. Para mí, la noche se volvió oficina.

 

DF: ¿Cómo describes tu vínculo con quienes retratas? ¿De qué va el consentimiento en contextos íntimos o vulnerables? ¿Dónde trazas la frontera entre lo privado y lo que se publica?

 

SB: Cuando una foto me resulta delicada, siempre pregunto antes de publicarla. Recuerdo una de mi amiga Tábata, quería incluirla en una muestra, pero sabía que no le encantaría. Aunque sale hermosa, conozco sus reservas. Le escribí, hablamos largo y tendido, y acordamos un punto medio. Hay límites evidentes. Si alguien dice “esa no va”, se respeta. Me pasó con Astrit. Incluí una foto suya sin avisar, y debí retirarla. No se veía el rostro, pero su ex —regio, machito, controlador— la identificó por un tatuaje. Bastó un “ése es su culo” para que desapareciera de la exposición.

 

También recibo mensajes tipo “subiste mi foto sin editar”. Cuando sucede, la retiro. Siempre intento mostrarla antes. Si me piden que corte, suba o baje algo, lo hago. Creo en el body positive, pero también en el derecho a intervenir la imagen. No hay celebridad sin edición. Entonces, ¿por qué nosotrxs no? Cada quien decide: operarse o no, depilarse o dejarse el vello, mostrarse tal cual o intervenir la imagen. Lo importante es sentirse bien. No invento cuerpos, solo afino. Igual conmigo: si no me gusta una toma, la edito o la omito, no veo por qué mostrarse incómoda.

 

DF: ¿Tus retratos han sido celebrados por su crudeza y belleza. ¿Cómo negocias esa tensión? ¿Existe el riesgo de estetizar la precariedad, lo aspiracional o lo contracultural? ¿Has sentido que tu obra pueda ser absorbida —aunque sin querer— por dinámicas de asimilación o exotización? ¿Cómo enfrentas esa posibilidad?

 

SB: No es un riesgo, es un hecho. Ya ocurrió y sigue pasando. En mi caso, usé lo disponible. No es igual retratar un mercado desde la comodidad de quien lo visita por curiosidad que hacerlo como parte de quien va día a día. Eso cambia todo. Crecí entre malls; Trashy Couture nace ahí: del centro comercial como único refugio adolescente. Íbamos a colarnos al cine, sustraer mercancía, hacer ruido. A veces alcanzaba para un frappé, pero eso no anulaba el resto.

 

Mis primeras fotos surgieron de espacios que habitaba, no me eran ajenos. El problema vino después, cuando otrxs empezaron a llamarlo folclórico. Pero no es folclor, es vida. No romantizo la precariedad, pero tampoco acepto que no se encuentre belleza en ello. ¿Por qué una calle polvosa, un lote baldío, un tianguis, no podrían ser hermosos? ¿Sólo porque hay basura, vidrios rotos o pasto seco? La belleza está ahí, aunque no responda a los estándares. Lo mismo pasa con el físico. ¿Si soy prieta, gorda y peluda no puedo ser hermosa? Esa lógica también se aplica al paisaje.

DF: Tu trabajo fue adquirido por el MoMA, una institución asociada a lo canónico. ¿Cómo viviste ese acercamiento y la legitimación que implicó? Me intriga saber qué sentiste al ver tus imágenes en ese contexto.

 

SB: Me fascina ocupar espacios donde, en teoría, no encajo. El primer lugar donde me abrieron las puertas fue Soho House México —me recibieron como parte de su colección, pero no soy el perfil que suele habitar ese lugar—. No me incomoda, al contrario, provoca cierto goce estar en sitios históricamente privilegiados. Por eso, cuando el MoMA —la institución de arte más importante del mundo, según mi imaginario— me pone una estrellita en la frente y dice “bien hecho”, me cuesta trabajo digerirlo.

 

Veré las fotos colgadas en el museo este 15 de septiembre y tal vez, al hacerlo, colapse. Sin embargo, lo que de verdad me quebró fue leer mi nombre en su página web. Esa validación me hizo llorar. Ahí supe que era oficial: lo logré.

 

Y no fue una pieza suelta, adquirieron 19 imágenes. Una locura. En el fondo, siempre intuí que podía pasar. Desde niña afirmaba con certeza que algo grande me esperaba. No sabía qué ni cuándo, pero decía: “voy a ser famosa, a vivir en Los Ángeles”. Y mi mamá me seguía la corriente: “sí, hija, tú dale”. Y mira… pues sí le di.

 

DF: ¿Hay aspectos de tu obra que sólo florecen al pasar por la validación institucional o el mercado? ¿Cómo atraviesas esas contradicciones? ¿Te hubiera gustado mantener algo fuera de ese sistema por más tiempo?

 

SB: Hubiera preferido no vivir este frenesí casi pornográfico por lo “mexicano”; eso está arrasando con la ciudad. Si revisas mi archivo, no verás ese tipo de imágenes miséricas. Tal vez por eso el MoMA se interesó: una mirada nacida del afecto, que no victimiza ni recae en la lástima.

 

Lo hicimos tan bien —y lo digo en plural porque no fui sola— que mucha gente volteó y dijo: Mexico is the shit. Y volvieron a exprimirlo, esta vez con dinero extranjero y fines comerciales.

 

Eso sí pesa: nuestra potencia creativa funcionó tan bien que ahora buscan copiarla sin entenderla. Llegan marcas de fuera por el talento, la estética, la escena… pero sin intención de pagar lo que vale. Alegan, “it’s so cheap and so pretty”, como si eso implicara disponibilidad. Para nosotrxs no es barato. Y muchas veces, tampoco es bonito: es lo que habitamos. Si desde afuera lo ves pintoresco, pero ignoras el contexto, entonces no tienes nada que hacer aquí.

 

DF: ¿Qué tipo de belleza te incomoda o consideras peligrosa? ¿Cuáles imágenes te generan conflicto, incluso si provienen de ti misma?

 

SB: Tengo un conflicto con la belleza hegemónica: esa imagen me hirió. Las personas que me violentaron la encarnaban —delgadas, blancas, con ese aire de superioridad. Aún hoy, ese canon me incomoda. Puedo reconocer la belleza en muchas formas, pero si me topo con chicas tipo “mean girls” riéndose de mí, me quiebro; vuelvo a ser la niña que huye llorando.

 

Hace poco estuve en Ibiza. Fue hermoso, pero también brutal. Ahí entendí que nunca me veré como esa gente ni perteneceré a ese mundo. Esa estética del privilegio heredado no es mía, no soy hija de un magnate ni tengo apellido europeo. Las italianas me miraban de arriba abajo y reían con desdén.

 

Mi estética se celebraba en zonas como Chiluca o Condado de Sayavedra, donde el dinero es ganado, no heredado —el papá que puso siete carnicerías y levantó a su familia—. A mí me emocionan más los diamantes de fantasía. Por eso, esa estética del cricket, del tono neutro, del lujo silencioso, me apaga. Me aburre.

 

DF: ¿Hay temas que solías perseguir y hoy ya no te convocan? ¿Identificas carencias en la representación actual —propia o colectiva— hacia dónde te interesa desplazarte visualmente?

 

SB: Antes me obsesionaba la imagen de la modelo rubia y delgada en un estudio impoluto. Esa estética de pureza, de orden… quizá porque me era ajena. Pero ahora, que tengo acceso a un estudio, buena luz, fondo blanco, el reto cambió: ¿cómo usar esos recursos sin caer en el molde plano? ¿Cómo subvertir lo neutro? Eso me interpela.

 

Sigo retratando a quienes vibran con mi imaginario: reguetoneras, drags, amigxs. Me entusiasma cuando una marca acepta desviarse del camino esperado. Suelo proponer ideas más excéntricas. Aunque no siempre se animan, me ilusiona pensar que nuestras estéticas puedan, por fin, permear lo comercial. No tengo conflicto con comercializar mi trabajo. Urge arriesgar más, entender cómo evoluciona el imaginario visual desde las marcas. Nosotras ya vamos muy adelante.

 

“Tengo un conflicto con la belleza hegemónica: esa imagen me hirió. Las personas que me violentaron la encarnaban —delgadas, blancas, con ese aire de superioridad. Aún hoy, ese canon me incomoda.”

DF: ¿Es posible encontrar alguna lectura común sobre tu obra que quisieras corregir o matizar?

 

SB: Una de las malinterpretaciones más incómodas es que soy ruda. No siempre lo dicen por mis fotos, sino por mí: los tatuajes, la forma directa de hablar, como si eso bastara para etiquetarme como problemática. Me parece una lectura obsoleta y superficial. Defender ideas, exigir pagos, alzar la voz —para muchxs, eso te vuelve amenaza. Tal vez mi obra no sea explícitamente política, pero mi vida sí. No me interesa agradar si eso implica callarme. Si ser clara me vuelve conflictiva, que me crucifiquen.

 

También me incomoda cuando se minimiza mi presencia en el MoMA, como si fuera suerte o mero trámite. Quien diga que debería estar en mi lugar, que se ponga a jalar; son años de trabajo, de entrar sola a un club a la 1:30 h, salir con el equipo a las 6:30 h, tomar un taxi con miedo de no volver. Porque eso también forma parte del camino.

 

Y sí, tal vez vengo de un lugar que muchxs desprecian, quizá no encajo en su idea de una artista legitimada por una institución. Pero llegué, me los chingué. Eso no lo pueden borrar.

 

DF: Cuéntanos algo que aún no has hecho con tu imagen. ¿Qué te gustaría intentar o se observa ya en el horizonte para Sandra?

 

SB: Sueño con una bimbificación total: convertirme en muñeca inflable viviente. En lo profesional, lo que se avecina es movimiento. Me interesa explorar el video, sobre todo el videoclip musical, y confío en que la exposición en el MoMA abra caminos fuera del país.

 

El pasado 15 de agosto publiqué mi libro, conmemorando 15 años de trayectoria. Mi fantasía es celebrarlo al estilo tradicional: adornos de popote, calle cerrada, mole, vestido enorme… aunque falta presupuesto. Aun así, el impreso no es sólo archivo visual; también incluye textos y poemas míos, nunca mostrados. Esa parte me emociona: abrir otra capa más íntima. Ojalá pueda festejar mis XV primaveras como se debe, sin jolgorio tal vez, pero con todo el corazón.

Me despedí de Sandra en la puerta de su departamento, en una azotea de la colonia Roma, una catedral rosada dedicada al peluche. Ahí entendí que la niña de la que nos habló sigue presente. Habita sus propias contradicciones sin pedir permiso. La potencia de Sandra Blow no radica en resolver las tensiones que la atraviesan, sino en darles forma. En exponer sin complacer. En mostrarse sin rendirse a la transparencia total.

 

Danielle Franco es profesionista multidisciplinaria con 10 años experiencia en diferentes ámbitos de las industrias creativas. Encuentra belleza en los residuos y el color rosa.


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