Yo no te pido la Luna: Charco

Microensayos sobre la belleza que cabe en el plato

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texto Alonso Ruvalcaba
fotografía Ana Lorenzana

Piénsenlo: la demasiada belleza existe, es algo. Hay la historia del que amaba deslizar la mano sobre gemas y ágatas, berilos; hay la de una mujer que caminaba de noche, candelabro en mano, por salones abarrotados de lienzos y marfiles. Otros recorren ciudades o barrios en busca de la belleza colocada en la suficiencia de un plato. Hay demasiada belleza en el mundo. No explorarla, no explotarla, es perder tiempo sobre la tierra y contribuir a la idea de que este mundo es horrible. (Sí es, obvio, pero se le echa la mano para que lo sea un poco menos.)

Emplatar es tomar partido. No hay disposición inocente: cada plato se inscribe en la historia de cómo servimos y recibimos la comida, y al hacerlo propone un comentario —a veces reverente, a veces cotorro o bailarín— sobre ese pasado. Un centro exacto, un borde vacío, una guarnición que se escapa de la lógica habitual: todo emplatado es ya una lectura, una opinión vuelta forma (una forma comestible, afortunadamente comestible).

En estos platos lxs cocinerxs no sólo cocinan: discuten. Un pescado a la sal que se impone entero sobre la mesa y exige convivencia; frutas en cucharas, teatrales y juguetonas; la geometría austera, lunar, de un sushi que parece venir de otro siglo y de otro mundo (mundo y siglo: Japón, periodo Edo); tacos que discuten con otros tacos; un charco de mariscos que alterna entre beat y haikú; un paisaje galáctico o lunar. No son caprichos: son posturas, herencias aceptadas o combatidas. O bueno, sí: también son caprichos.

 

Estos pequeños ensayos buscan menos describir los platillos (salvo en un caso que se convirtió en reto, ya lo verán) sino seguirles la conversación: rastrear qué disputan, qué preservan, qué transforman. El emplatado aquí es un campo de batalla y de memoria, como en el poema de Petrarca: un lugar donde se acomodan —y se desacomodan— cachos de historia de la cocina en la superficie frágil de un plato.

 

“MIC DROP” EN LECHE DE TIGRE

 

En el centro del plato, el crudo de kampachi reposa (¿inquieta?) como un espejo ondulante. Cintas de calabacita amarilla y verde se curvan —como juncos peinados por algo que no soy yo— y entre ellas flotan esferas rojas, perfectas, que parecen presas diminutas suspendidas en un estanque. El aceite verde se expande sobre la leche de tigre; diría que como manchas de luz filtrada entre hojas de bambú, aunque quizá no sea eso. Hay algo de jardín contenido, de laguito japonés donde peces lentos y confiados se dejan ver. No estoy seguro de que el plato quiera impresionar; más bien parece invitar a asomarse, a leer sus orillas.

Crudo de kampachi y calabacitas por Ricardo Verdejo

CHARCO

 

(“Charco es hip hop”, dice su chef Ricardo Verdejo, y entiendo mejor la frase cuando llega el postre: un flan rectangular cubierto por una lámina de oro que brilla como recién salida de un video. El caramelo lo rodea en un charco preciso, como un escenario líquido; es lujo con descaro, un gesto teatral que mezcla la suavidad del flan de abuela con el golpe de alguien que sabe lo que vale. Si el crudo es contemplación, el flan es ostentación: el drop después del verso lento.)

 

Este juego de registros hace que Charco se sienta coherente en su aparente contradicción. Verdejo mueve la aguja entre lo silencioso y lo ruidoso, entre la cadencia larga de un bajo y el golpe súbito de una rima. El kampachi, con sus tonos suaves y composición milimétrica, es un haikú de mi tío Matsuo Basho, pero servido en frío; el flan dorado, un beat que entra sin pedir permiso (está consensuado eh, lo digo por si acaso). O al menos eso creo, porque tal vez —como todo buen verso, como la estrofa sin fin— lo que queda son imágenes que no se dejan cerrar. No sé qué quería decir: creo que sí me pegó ese último Charco martini.

Flan cubierto por una lámina de oro por Ricardo Verdejo

CHARCO


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