Microensayos sobre la belleza que cabe en el plato
fotografía Ana Lorenzana
retrato Luis Garván
Piénsenlo: la demasiada belleza existe, es algo. Hay la historia del que amaba deslizar la mano sobre gemas y ágatas, berilos; hay la de una mujer que caminaba de noche, candelabro en mano, por salones abarrotados de lienzos y marfiles. Otros recorren ciudades o barrios en busca de la belleza colocada en la suficiencia de un plato. Hay demasiada belleza en el mundo. No explorarla, no explotarla, es perder tiempo sobre la tierra y contribuir a la idea de que este mundo es horrible. (Sí es, obvio, pero se le echa la mano para que lo sea un poco menos.)
Emplatar es tomar partido. No hay disposición inocente: cada plato se inscribe en la historia de cómo servimos y recibimos la comida, y al hacerlo propone un comentario —a veces reverente, a veces cotorro o bailarín— sobre ese pasado. Un centro exacto, un borde vacío, una guarnición que se escapa de la lógica habitual: todo emplatado es ya una lectura, una opinión vuelta forma (una forma comestible, afortunadamente comestible).

En estos platos lxs cocinerxs no sólo cocinan: discuten. Un pescado a la sal que se impone entero sobre la mesa y exige convivencia; frutas en cucharas, teatrales y juguetonas; la geometría austera, lunar, de un sushi que parece venir de otro siglo y de otro mundo (mundo y siglo: Japón, periodo Edo); tacos que discuten con otros tacos; un charco de mariscos que alterna entre beat y haikú; un paisaje galáctico o lunar. No son caprichos: son posturas, herencias aceptadas o combatidas. O bueno, sí: también son caprichos.
Estos pequeños ensayos buscan menos describir los platillos (salvo en un caso que se convirtió en reto, ya lo verán) sino seguirles la conversación: rastrear qué disputan, qué preservan, qué transforman. El emplatado aquí es un campo de batalla y de memoria, como en el poema de Petrarca: un lugar donde se acomodan —y se desacomodan— cachos de historia de la cocina en la superficie frágil de un plato.
EL ÚLTIMO GESTO: ORDEN Y DESPEDIDA EN KYO
En Kyo, un plato no se emplata: se coloca. No es decoración: es orden. El arroz se forma con la presión exacta —demasiada y se seca, poca y se deshace—; el pescado se alinea con su grano, como la veta de una madera. No hay gestos nuevos ni ocurrencias: la forma es la que ha sido durante siglos, y conservarla es un acto de respeto. La belleza está en no mover nada que no deba moverse.
Edo Kobayashi habla de “presencia”. Una pieza con presencia no pide atención, la impone. Cabe en la boca, pero también en el mundo. Si no la tiene, no se sirve. “Es como una piedra que ya cayó en su lugar.” Esa exactitud es también una serenidad: el nigiri no grita, espera.
El geta, esa pequeña plataforma que en Japón fue sandalia de samurái y de geisha, eleva la pieza apenas unos centímetros. No para mostrarla, sino para sostenerla en su momento de espera. Allí el sushi descansa como si supiera que está en la última pausa antes de desaparecer.

Sardina japonesa con jengibre y cebollino por Edo Kobayashi
SUSHI KYO
Hay un orden visual —colores, diagonales, ritmo— y otro narrativo, el del omakase, que avanza de lo fresco a lo intenso. Ambos son conservadores en el mejor sentido: preservan una forma, una secuencia, un equilibrio que no se improvisa.
Y, sin embargo, cada bocado es una despedida. El brochazo mínimo de tare, la presión de los dedos, el acomodo final en el geta: gestos que no anuncian nada nuevo, sino el cierre de algo que estaba vivo y pronto dejará de estarlo. No hay tristeza explícita, pero sí esa sombra que cubre todo lo que está a punto de irse. Aquí el negro no es un color: es el fondo sobre el que cada pieza se despide, precisa y serena, de sí misma. Como en esas fotos de Fortino Sámano fumando antes del fusilamiento, hay en el último instante una extraña dignidad: la de saberse ya perteneciente al pasado y, aun así, permanecer un momento más: el último. Como el punto final de este ensayo: este: .

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