La belleza ya no es una meta de perfección ni una medida exacta que se ajusta a un solo molde. Hoy se vive como una fuerza que desarma imposiciones y favorece singularidades. Es libertad, tránsito, cambio; un diálogo de autoexpresión y congruencia entre lo que sentimos y lo que proyectamos. Sentirse bonita no sigue un guion: aparece en una experiencia íntima y vibrante, en hablarse con amabilidad, de caminar con presencia, de habitar el cuerpo con memoria y propósito. Este año, Lancôme cumple 90 años de encarnar esa idea: celebrar la felicidad a través de la belleza. Noventa años de desafiar expectativas, reinventarse y permanecer.

Para explorar cómo ha cambiado la noción de belleza a lo largo del tiempo, conversamos con cuatro mujeres de distintas generaciones. Claudia Ramírez, Naian González Norvind, Natalia Solián y Concha Orvañanos comparten la manera en que su mirada sobre sí mismas se ha expandido: la belleza como un territorio intangible, profundamente cultural y vivo; la edad como ofrenda; el cuidado como un acto político y personal.

Hay quienes creen que la belleza está en los pómulos o en la simetría perfecta de un rostro. Claudia Ramírez no. Para ella, la belleza empieza en lugares más invisibles: en el olor, en la manera de agarrar un objeto, en el pulso de alguien que se enfrenta al mundo sin disimulo. “Se llama personalidad”, dice, como quien enumera una receta de cocina que aprendió antes de saber leer.

Es una de las actrices más respetadas y queridas del cine y la televisión en México. Su trayectoria la ha llevado a trabajar con directores de la talla de Alfonso Cuarón —quien la dirigió en Sólo con tu pareja (1991)— y a construir una filmografía que combina proyectos de culto con producciones de gran alcance. Este año suma a su carrera dos estrenos que prometen dar de qué hablar: El dentista (2023) y Polen (2023), dos series donde vuelve a demostrar su capacidad para habitar personajes con una naturalidad que desarma.

En un oficio donde los reflectores exigen transformaciones constantes, Claudia descubrió que su estado más bello es el más natural. Sin pestañas postizas ni luces dirigidas, sin la máscara del personaje que, por contrato, debe habitar. “Cuando me produzco tanto, siento que dejo de ser yo”. En un mundo que le rinde culto a la juventud, cada vez desde una edad más temprana, ella reivindica la osadía de mostrarse sin los filtros del maquillaje excesivo: “Es valentía, sobre todo en la sociedad en la que vivimos”.

Acaba de cumplir 61 y lo dice como si nombrar la edad fuera otro acto de resistencia. Tal vez sea la razón por la que una de sus frases favoritas es “la juventud es la belleza del diablo”, esa que deslumbra y, a la vez, no pertenece a nadie. La refuerza con lo que percibe de la sociedad actual: “Lo es porque todos estamos condenados a envejecer y a morir. La juventud es una belleza que no nos pertenece. Hoy en día, creo que esa belleza está sobrevalorada y explotada. La gente empieza a tener conciencia de la belleza mucho más joven. En mi generación, la juventud iba mucho de la mano de las inseguridades y del camino que debías recorrer para descubrir quién eras y qué querías hacer”. La juventud, lo sabe, se cobra con el tiempo: aparecen arrugas, manchas, la gravedad hace lo suyo. Y aunque el espejo devuelva hoy líneas y cambios inevitables, la lucidez para habitarlos es, en su caso, otra forma de belleza.

Su rutina de cuidado es más como un ritual que empieza con gestos pequeños: llegar a casa, cambiarse de ropa, desmaquillarse, ponerse una crema “deliciosa” y sentir que volvió no sólo al hogar físico, sino a su propia piel. Esa calma —lejos del ruido de quienes opinan que deberías operarte, vestirte distinto o rellenarte algo— es su lugar seguro. “Si haces caso a todo eso, es morir”, sentencia, sin dramatismo, pero con la precisión de quien ya se salvó varias veces de la misma trampa.

Con la piel ha tenido un pacto de cuidado desde niña. Su piel es tan delicada con tendencia a seca que, a los 14, su madre la llevó a comprar su primera crema hidratante en El Palacio de Hierro, “una con tapita rosa”, recuerda. No era lujo, era necesidad: la piel se le agrietaba casi que con sólo respirar. Desde entonces aprendió que no hace falta una estantería de productos caros; basta limpiar, hidratar, beber agua, descansar y, si se es lo que tiene a la mano, un poco de humectante —“si es aceite de coco, u otra cosa, no importa”—, para recordarle al cuerpo que lo quieres.

“La juventud es la belleza del diablo. Lo es porque todos estamos condenados a envejecer y a morir. La juventud es una belleza que no nos pertenece.”

iluminador Teint Idole Ultra Wear Highlighter de Lancôme, total look en lino, corbatín y

cinturón de cuero Peonia, collar con piedras combinadas Nin Studio,

botines de cuero con tacón geométrico Cruda

Al mirarse sin prisa, se reconcilia con todas sus versiones pasadas. “No borrar ni olvidar de dónde vengo”, dice, con la conciencia de quien revisa un álbum sin fotos escondidas. La presencia, para Claudia, es estar aquí y ahora, resistir la tentación de preocuparse por lo que todavía no sucede. Por eso, a su yo más joven le diría que “deje de perder tiempo, que nada es tan importante como parece y… que no se preocupe tanto”.

Lo cuenta con una paz que no se negocia. Esa paz es el maquillaje invisible que lleva a todas partes.

Déborah Uranga lleva años de escribir y editar textos sobre belleza, bienestar, arte y cultura en distintas publicaciones. Como publicista de cine, traza estrategias de comunicación diferenciadas. Fan declarada de los hermanos Dewaele y de las investigaciones estéticas acerca de cómo es vivir en esta era de extinción masiva.