Cocinera de canciones: Gaby Ruiz

"Me gusta ver a la gente comer, pero cuando comen música, es como si todo hiciera sentido."

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texto Danaé Salazar
fotografía Ana Lorenzana

La memoria juega a favor de Gaby Ruiz, pero la curiosidad, ésa es su arma más poderosa, casi tanto como la sal, que es el sable que tiene montado en su pared de honor, el que desenvaina y con el que juega como un antiguo y experto samurái: con esa destreza. Gabriela es chef, una virtuosa, una obsesa, una cocinera de canciones con una inteligencia tal, que convierte canciones en comida y donde su cocina sabe a canciones.

 

Imagino la mente de Gaby Ruiz (Villahermosa, Tabasco) como una Matrix. Llena de conexiones sensoriales que ni ella misma comprendía hasta hace apenas unos años, pero que trataba de descifrar, y en ese tratar se le iba el sueño. De niña buscaba las respuestas con su madre. ¿Por qué el agudo de una canción la hacía salivar tanto como si estuviera chupando un limón? ¿Por qué palabras como piscina la hacían llorar? ¿Por qué le llamaba la atención ver cómo sus amigos en la escuela masticaban la manzana que les habían mandado de lunch? ¿Por qué le pasaban a ella estas cosas? Su madre le decía que era su imaginación, que la obsesiva curiosidad que le provocaba ver comer a la gente era cosa de su mente y nada más, que la forma de asociar una quesadilla con una canción derretida y extendida como queso, era cosa de niños. Pero no fue así.

Gaby estudió Gastronomía en Mérida, Yucatán. Al terminar, volvió a Tabasco a montar un negocio de banquetes. En aquel lugar que recuerda feo como pocos —nada que ver con su ideal de un restaurante—, puso un par de mesas y en sus ratos libres se iba al mercado a comprar lo más fresco y se ponía a cocinar. Pretensiones aparte, pero Gourmet MX —como se llama ese sitio— se volvió un éxito redondo. Ella no entendía por qué la gente volvía y volvía. “Nunca tuve una formación en una gran escuela ni con un súperchef, de cierta forma pensaba que mi cocina era menos; yo no tenía las tablas de un chef para que la gente regresara a mi lugar”. Así que les preguntó a sus comensales: ¿por qué vuelven? La respuesta era simplísima: Porque está rico. “Como no comprendía realmente el significado de la palabra rico, me empecé a obsesionar con ella y a buscar su significado”, cuenta.

 

En esa época, la chef coincidió con un grupo de neurólogos —asiduos clientes a su pequeño restaurante— y se abrió una puerta que le cambió la vida para siempre.

 

Rico. “No encontraba respuesta satisfactoria que me dijera qué es lo que pasa en el cerebro humano para escupir, en el buen sentido, la palabra rico”. Uno de los neurólogos se lo explicó: hay tres tipos de paladares, el super gustativo, el gustativo y el no gustativo. “El supergustativo —no es el de un sibarita ni el del foodie—, es el que nace con más papilas gustativas que los demás y equivale al 8% de la población humana; todos los sabores los sienten muy intensos porque tienen muchos receptores. No toleran los amargos ni los picantes, y siempre tienen que comer muy equilibrado para que los sabores no desbalanceen su paladar. Sólo hay un sabor que toleran y es el de la sal”, recuerda Gaby. Ella estaba cocinando en el “punto de sal” de un paladar supergustativo, y cuando la gente prueba ese “punto de sal”, es cuando dicen que está rico. Ahí comenzó su estrecha relación con ese ingrediente. La sal se volvió su arma de poder.

 

El descubrimiento volvió a quitarle el sueño y las pláticas con el neurólogo continuaron. Había más. “Le conté algo muy íntimo… algo de locura”, me dice. Su relato sobre aquel momento, que representa un antes y un después en su vida como chef y como persona, lo cuenta emocionada. “Me pasa que escucho canciones y los agudos me hacen salivar, los graves me hacen sentir sabores amargos de café y de chocolate, y las percusiones, para mí, son crujientes. ”Lo que tienes, le respondió él, se llama sinestesia, una condición en la que se funden uno o más sentidos. En su caso, el gusto y el oído. El rompecabezas estaba resuelto: sus dos grandes virtudes, la cocina y la música, podían echar raíz en un mismo terreno. Así empezó a cocinar canciones.

 

El primero. Fue Aleks Syntek, a quien se encontró por casualidad en un elevador y le dijo que quería cocinar sus canciones —también hablaron brevemente sobre la sinestesia, había un lenguaje comprendido entre ambos—. “Le dije que su voz tiene la particularidad de ser vibrante, como las burbujitas del champán o del agua mineral”, recuerda la chef. Y empezó a cocinar. Syntek probó sus canciones. La reacción fue tan convincente que no admitía discusión. “Me gusta ver a la gente comer, pero cuando comen música, es como si todo hiciera sentido”.

 

Como todo en su proceso creativo y de entendimiento, las primeras veces que cocinó canciones fueron largas semanas en las que Gaby no hacía otra cosa que escuchar la música. “Terminé vomitando esas canciones, literal”, cuenta. “Sin dormir y sin dormir… sentía los sabores y las texturas, pero era muy difícil sacarlo de mi cabeza, ponerlo en papel y luego materializarlo en un plato. Sin embargo, después de esa primera vez, empecé a tener un método creativo para hacerlo más rápido: que fue con la creación de símbolos”. Su simbología —en proceso de patentarse— es la forma escrita de representar un agudo, un grave, un sonido de cuerdas, una percusión. Es la creación de un nuevo lenguaje, su partitura gustativa.

 

Repasando mi plática con Gaby, me pregunto cómo habrá sido esa bifurcación de los sentidos y las emociones más nítidas y al mismo tiempo más distantes. Cómo veía, cómo escuchaba, cómo degustaba, cuando no encontraba el punto en el que convergiera todo. Me sorprende su recorrido y me erizan la piel sus descubrimientos. La maga, la versada y sus dos grandes aliadas: la sal y, por supuesto, la música.

 

Puedes probar las canciones y la cocina de Gaby Ortiz en Carmela y Sal (Torre Virreyes, Pedregal 24, Lomas de Chapultepec, CDMX) y en Gourmet MX (Cárdenas Local F45, Atasta de Serra, Centro, Villahermosa, Tabasco).


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