Queridos restauranteros, bienvenidos a la verga

También titulado: Algunas enseñanzas de la pandemia

0404
texto Alonso Ruvalcaba
fotografía Fernando Velasco

I. A ver si éste es un buen principio: nos abandonaron

Nosotros debíamos saber, y no supimos. O sabíamos, pero nos hacíamos pendejos. No pensar es fácil, dejarlo para después es todavía más fácil. Incluso parecía a veces que nos dábamos cuenta. Decíamos: tener restaurantes no es sustentable; los márgenes son demasiado estrechos; vivimos casi al día; en cualquier momento se viene una tragedia —algo alucinantemente trágico; digamos, un temblor que mate a tres mil personas— y nuestro restaurante se muere ALV.

 

Pero seguimos. Neciamente seguimos. Porque es agradable: la hospitalidad es agradable; que llegue alguien al restaurante y pida y disfrute lo que pidió es agradable; las propinas son agradables el martes que se reparten entre la banda. Hay un momento de la camotiza —a veces, contadas veces, pero lo hay— en que todo funciona: los postres de la veintiuno salen a tiempo, los tragos de barra salen cuando los estaban esperando, “me regala una servilleta de papel” pide el cliente de la doce y las servilletas están ahí atrasito, “claro joven”, y las servilletas son puestas frente a él unos segundos después. Y uno ve el restaurante, todo lo que alcanza la vista, ese paisaje en ajetreo y ruido de copas y charlas y olor de comida y música, y aunque está en la mera chinga dice: esto está bien.

 

Y seguimos.

 

Reduzcamos el asunto a su mínima expresión y digamos que democracias, al menos en el papel, hay dos grandes maneras en que la ciudadana y el ciudadano se relacionan con su ciudad (o su Estado o su gobierno, como quieran decirle). Una es el voto, otra es el pago de impuestos. La más importante de las dos es, tal vez, el pago de impuestos siquiera porque esa sí es ineludible. Cualquier cabrón que va y se compra un pinche Gansito tiene que pagar el dieciséis por ciento de impuestos de ese Gansito; cualquier morra que de casualidad decide pasar esta noche por unos mugres tacos de suadero antes de guardarse a descansar, debe pagar el dieciséis por ciento de esos tacos.

 

El voto es casi secundario. Se lo otorgamos a quien nos parece que va a usar mejor el varo de los impuestos. “No pus en un tren que sea maya”: órale, ten; “No pus en cancelarle los derechos a las muje- res, como que ya tienen demasiados, ¿no?”: órale, ten. Aquí no se juzga a nadie por sus decisiones electorales. El voto es libre y secreto, dicen que alguien más dice. Todo bien.

 

Pero también hay dos maneras en que la ciudad (o el Estado o el gobierno, como quieran decirle) se relaciona con sus ciudadanxs. Una es respetando los resultados de las elecciones —lo cual ya sé que les hizo cagarse de la risa en este instante— y la otra es usar el varo de los impuestos en los ciudadanos, las personas que depositan ese dinero en una cosa llamada hacienda (déjenme googlearlo por ustedes: la hacienda es el “conjunto de bienes y riquezas”: todo lo que tenemos entre todxs) y crédito público. No tengo que ir al diccionario para saber qué es el crédito ni qué es lo público.

 

Afortunadamente no ocurrió un temblor y tampoco se murieron tres mil personas. Pero entonces vino la gran plaga y se murieron ciento setenta y tres mil personas.1 Y el mundo de antes se fue a la verga.

Jair Téllez.

 

“Te contraté un servicio y tú me incumpliste”… “Yo te compré un seguro médico y en el momento en que lo necesité, me pintaste wevos.”… “Fui y te pregunté y me dijiste wevos. Ten. Wevos.”… “Ten, ciudadano; toma unos huevos.”

—Jair Téllez

 

II. Que te vaya bien, que te vaya mal, que te vaya de cualquier manera

“No mames, el contrato les valió valió verga, wey”, me dijo la otra vez Jair Téllez, de quien ustedes probablemente han oído hablar: es el chef/dueño de los restaurantes Merotoro y Amaya. “No mames, es que no hay ni respuesta o la que hay ni se entiende”, me dijo la otra vez Eduardo García, de quien ustedes probablemente han oído hablar: es el chef/dueño de Máximo y Lalo! A ambos (por separado, cada quien en la soledad de su Zoom y sus filtros de gato triste) trataba yo de explicarles lo que para mí era la enseñanza más cortante, más aguda —voy a seguir buscando adjetivos para esta enseñanza en particular, acaso el resto de mi vida—, más tajante de la pandemia. Va algo así: no sabíamos que estábamos depositando nuestro dinero en la hacienda para que el día en que ninguno de nosotros pudiera trabajar hubiera un pequeño ahorro y nos lo dieran de alguna forma; repito: el día en que ninguno pudiera trabajar; o lo digo de otra manera: el día en que todos al mismo tiempo no pudiéramos trabajar. Y aquel grupo a quien le encargamos ese varo fue y nos abandonó.

 

Jair también dijo, tratando de explicar mejor la relación del ciudadano y la ciudad, “Te contraté un servicio y tú me incumpliste”. Luego, intentando aún mejorar la definición: “Yo te compré un seguro médico y en el momento en que lo necesité, me pintaste wevos.” Pero wevos. Ya todo enojado Jair agregó: “Fui y te pregunté y me dijiste wevos. Ten. Wevos.” (Habrán notado que esos wevos no son huevos; los huevos sí se hubieran agradecido. “Ten, ciudadano; toma unos huevos”: eso sí es parte del contrato y yo tomo esos huevos y los vendo o me los como; “Ten, pendejo, ai te van unos wevos”: eso no sabíamos tan claramente que era parte del contrato. Nomás que ahora ya sabemos. Nos vemos en las urnas.) “La autoridad ha sido patética, ha sido totalmente irresponsable.” Y sí. “Un principio básico es que los pactos son para ser cumplidos —otra enseñanza de la pandemia: ir al pinche diccionario a ver qué quieren decir las cosas—: cuando se rompe eso se empieza a desmoronar todo.” Y, considerando que la ciudad nos abandonó, Jair dijo: “Las transformaciones tendrán que venir desde adentro.”

 

(En el mundo de antes, Jair había abierto un bar/congalito llamado Nazas. Era semisecreto, con invitación, al menos al principio. En aquellos tiempos, hace dos años que se sienten como treinta, me dijo algo que me caló durísimo: “Si la ciudad no responde al ciudadano, entonces el ciudadano debe hacer la ciudad.” Su bar no tenía los permisos, pero cumplía con todas las regulaciones. En lo que la ciudad despierta y se queda en la cama diciendo cinco minutitos más, el ciudadano ya madrugó y puso su congalito.)

 

“El gobierno en su respuesta es todo aleatorio”, dijo Eduardo García en el otro Zoom. “Una semana dice una cosa, una semana dice otra.” Y la cosa muda según la alcaldía. El gobierno federal emite una señal, el gobierno de la ciudad la desdice, la alcaldía ya verá cómo la cumple o la refuerza o la relaja. (Y eso que Eduardo no vive, como yo, en el centro de la ciudad. Aquí nos tratan como un experimento social. Una semana no puedes caminar por acá, pero a la siguiente hagan lo que quieran, pero a la siguiente entran sólo por apellidos, pero a la siguiente vuélvanse a encerrar.) “Nosotros no somos científicos —continuaba Lalo—, pero no tenemos que serlo. Lo mínimo que el gobierno debió hacer era tener científicos que estudiaran esto.” Pero sí los tenía. “Bueno —termina, también debió escucharlos.” Pues sí: eso hubiera estado chido. Eso hubiera estado bien chingón.

Eduardo García

 

“El gobierno en su respuesta es todo aleatorio”… “Una semana dice una cosa, una semana dice otra.”

—Eduardo García

 

 

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