El Teatro Fru Fru es un icono de la vida nocturna de la Ciudad de México. Un lujoso recinto que se niega a perder el glamour, a pesar de sus múltiples transformaciones y lo variado de su auditorio. Escenario de la polémica, una nueva historia comienza a vivirse tras sus aterciopeladas cortinas.
¿Habrá sabido Irma Serrano, la Tigresa, que existe una definición del nombre que decidió darle a su teatro hace casi 40 años? El término frufrú se refiere al sonido que produce el roce de la seda u otra tela semejante. Sin duda me hace pensar en los amplios salones del mítico Fru Fru: cortinas rojas de terciopelo, estatuas enormes que coronan el centro del salón, grandes palcos y candelabros esplendorosos.
Por fuera, sobre la calle de Donceles y a tan sólo una cuadra de otro edificio majestuoso, el Teatro Esperanza Iris, ahora conocido como Teatro de la Ciudad. El Fru Fru luce un tanto descolorido, pero sin dejar de mostrar el lujo que una vez lo caracterizó. Tal vez se trata de los edificios que lo rodean: balcones con antenas de televisión y paredes descarapeladas; enfrente, la intimidante mole del Museo Nacional de Arte. Lo que un día fue seducción, hoy se pierde en una descuidada calle del centro de la ciudad. Llegar al Templo del Teatro de Revista produce escalofríos y claustrofobia por lo angosto de la calle. Sin embargo, la ostentación permanece intacta.
Larga trayectoria
Si bien para la memoria colectiva actual se trata del teatro de la Tigresa, el sitio tiene mucha historia. Fue inaugurado por primera vez el 17 de septiembre de 1900 con el nombre Teatro Renacimiento, el primero que contara con instalación de luz eléctrica que poco a poco sustituiría los sistemas de alumbrado con hidrógeno. Para su función inaugural se presentó la ópera Aída, a la que asistió toda la alta sociedad capitalina con la intención de escuchar a los italianos Linda Micucci y Cesare Cionnni.
No obstante, a la sociedad porfiriana poco le duró el gusto, y en 1907 cambió de dueños y de nombre: Francisco Cardona y Virginia Fábregas, muy reconocidos en el mundo del teatro, lo compraron y lo rebautizaron como Teatro Virginia Fábregas, más en honor a la trayectoria de la actriz que el hecho de que se tratara de su propiedad. En alguna de las crónicas de la inauguración, se leían elogios a sus decorados de perla y oro, y a los cortinajes —finísimos— de peluche color rojo-fresa. Fueron años en los que se presentaron algunas de las grandes obras dramáticas —se inauguró con la puesta en escena de El genio alegre de los hermanos Álvarez Quintero— y una época en la que el teatro en México tuvo su esplendor. Resulta curioso que desde esa época el inmueble fuera presa de la especulación: durante una de las presentaciones de la obra Zazá, de Pierre Berton, los actores Francisco Cardona, Carlos Pardavé y Felipe Haro fueron a dar a la delegación por fumar dentro del teatro en una de las escenas de la obra y, dado que el reglamento del Distrito Federal lo prohibía, tuvieron que pagar una multa para salir en libertad.
Poco después llegó la época de oro del cine mexicano, y las cosas cambiaron drásticamente. Virginia Fábregas enfermó, y en febrero de 1950 se anunció que el teatro que llevara su nombre sería demolido. En su lugar construirán un edificio de departamentos cuya planta baja se instalaría un nuevo teatro, moderno y muy bien equipado, que conservaría el nombre de quien fuera su dueña por casi 50 años. En su última función de gala, tremendamente sentimental, se presentó La malquerida, de Benavente, con María Teresa Montoya como protagonista, quien al final de la función pronunció algunas palabras de despedida, no sólo al teatro, sino también a Virginia Fábregas, quien fallecería poco tiempo después.
En mayo de 1954 se inauguró el nuevo Teatro Virginia Fábregas, pilar importante en la vida nocturna de las décadas de los 50 y 60. En ese entonces el teatro de variedades tuvo su auge no solo en la Ciudad de México, sino también en otras de las grandes urbes de América Latina. Se trataba de un espectáculo de luces, colores y números musicales y de baile donde las vedettes entraban en escena. Pequeños vestidos ajustados, grandes tocados, plumas, joyas (de fantasía) y un mundo en donde el espectador solo tenía que entrar para sentarse a disfrutar. Al Virginia Fábregas durante mucho tiempo se le conoció como el templo del Teatro de Revista, y fue tan solo uno de los escenarios en donde se consagraron vedettes, actores y divas del cine mexicano como Joaquín Pardavé y Dolores del Río.
Un gran secreto que recorre la farándula y la vida política mexicana dice que algunos personajes con acceso a los altos funcionarios se daban a la tarea de apadrinar a bellas mujeres para que estos poderosos hombres pudieran lucirlas (y es posible que más) en diversos actos, sobre todo los menos oficiales. Muchos de ellos, por supuesto, eran las veladas nocturnas en los múltiples teatros del centro de la ciudad. Por esos años no era extraño toparse con altos miembros de la política mexicana quienes, en sus noches de farra, iban a deleitar sus pupilas con las figuras de hermosas mujeres contoneándose con poca ropa.
De esos grandes espectáculos las ganancias se repartían entre los músicos de las grandes orquestas, bailarinas, tramoyistas, apuntadores, escenógrafos, vestuaristas… todo lo que fuera necesario para mantener intacta la escandalosa vida nocturna del centro de la Ciudad de México.
El escándalo
Se dice que una noche de 1967, Los Pinos se llenaron de ruido y música. En ese entonces era Gustavo Díaz Ordaz quien ocupaba la residencia oficial y quien, también, recibió una serenata poco convencional. Guadalupe Borja, la primera dama, no estaba contenta, pues tal numerito fue montado por nada más y nada menos que la actriz de cabaret cuyo nombre comenzaba a tomar fuerza por haber debutado en la pantalla grande al lado de otro icono del cine mexicano en El Santo contra los zombis. La entonces esposa del presidente de la república mandó encarcelar (aparentemente sin conseguirlo) a Irma Serrano. El rumor del romance entre la vedette y el presidente corría desde hacía varios años, y se decía que el funcionario le mandaba costosos regalos, desde joyas y diamantes hasta muebles de Los Pinos, e incluso propiedades del patrimonio de la nación. Por eso en 1974 las sospechas renacieron cuando la autonombrada Tigresa compró el Teatro Virginia Fábregas y lo rebautizó como Teatro Fru Fru.
Por esos años, la época del Teatro de Revista estaba en pleno apogeo, y la Tigresa estaba consciente de ello, por lo que decidió estrenar su teatro con la muy polémica obra Naná, de Emile Zola, de la que era protagonista, y en la que realizaba escenas con desnudos totales. Todo un escándalo en aquellos años de costumbres recatadas. A pesar de ello, la obra fue un éxito y se mantuvo cerca de siete años en cartelera, lo que presentó un hito en la ya entonces larga historia del recinto.
Otros de los fuertes rumores alrededor del Fru Fru se posan en las estatuas que adornan el vestíbulo y los salones. Se dice que aquellas bellas figuras femeninas son reproducciones en metal del voluptuoso cuerpo que alguna vez presumiera la propia actriz, quien mandó hacerlas y ponerlas para engalanar el teatro que, como sucede con otras de sus posesiones, parece ser un homenaje a sí misma.
El Fru Fru no puede ser un antro
En 2001 la Tigresa acababa de recuperar su palacio después de que en los 90 cayera abandonado y fuera rentado por toda una serie de personalidades que, según la dueña, se habían dedicado a destrozarlo con toda la mala leche, odios y rencores que le podían tener. (Claro, con ella todo siempre es personal.) En esa ocasión anunció la primera remodelación del interior del edificio en 50 años: muebles finísimos y enormes, nuevos cortinajes de terciopelo carmesí, estatuas doradas por todos lados, mesas de ónix poblano, espejos…
En alguna entrevista al periódico El Universal, ese mismo año (“Reabren el Teatro Fru Fru con Naná”, en El Universal, 8 de agosto, 2001), Irma despotricó en contra de quienes hicieron de su teatro un hoyo, un antro de mala muerte, pues poco tiempo antes se supo que fungía como la discoteca El Telón, al más puro estilo de los 90, donde se reunían vándalos a profanar tan exclusivo sitio. En ese momento precisó, con la firmeza que la caracteriza, que el Fru Fru funcionaría como un centro de entretenimiento para mayores de 30 años; los muchachillos no volverían a destrozar su amado espacio. Su declaración no pudo ser menos que interesante, pues entre los muchos rumores en torno al teatro, es bien conocida la leyenda que, veintitantos años antes, ella misma protagonizaba tremendas borracheras al lado del psicomago y pánico escritor Alejandro Jodorowsky. También se comenta, aunque con cautela, que el recinto fungió como una especie de templo en donde la propia Tigresa presidía actos de culto e incluso satanismo; ella (casi) todo lo desmiente. Además, en los años en que estrenó el nombre actual del recinto, se presentó el musical Hair de James Rado y Gerome Ragni, que retrataba el estilo de vida hippie en donde el uso de drogas y la revolución sexual eran parte imprescindible de la juventud sesentera, y cuyas canciones se convirtieron en verdaderos himnos en contra de la guerra de Vietnam.
Resurrección posible
La del Teatro Fru Fru es una perfecta historia de éxito y decadencia. Si bien en algún momento fue la meca del Teatro de Revista y pilar importante de la vida nocturna del centro de la Ciudad de México, en la actualidad es casi la perfecta representación de la kitsch, con su escenario rodeado de columnas antiguas, antorchas y una decoración de vitrales decó y lámparas de dragones que no puede ser menos que anacrónica. Muchos años han pasado en el abandono y como avispero de los más bajos chismes de la farándula mexicana. La Tigresa no obstante, está empecinada en traerlo a la vida: es un Frankenstein. Entre dimes y diretes, los últimos cinco años el edificio ha sido desalojado por lo menos dos veces, y por ello La Tigresa enfrenta diversas demandas y hasta una orden de aprehensión; incluso llegó a decir que vendería su palacio, ése que ama casi como a ella misma, para donar las ganancias a las comunidades indígenas de su estado natal, Chiapas.
Es imposible saber qué sucederá con el mítico Teatro Fru Fru. Lo cierto es que hoy en día revive en la vida nocturna defeña, intentando deshacerse de la imagen de recinto del chisme en que, sin querer pero por consecuencia, se ha convertido. Si hace 35 años caminaban por sus salones y vestíbulos políticos y empresarios importantes, hoy suben y bajan por las escaleras asistentes impacientes por ver actuar a Djs y músicos de la escena nacional e internacional. En este año [2011], nada más, el lugar ya ha estado en boca de todos tras la presentación de Ariel Pink’s Haunted Graffiti, para la que no hubo más que dos posturas: la amabas por su más puro estilo experimental o la odiabas por sus desplantes de pseudorockstar con problemas mentales, comprendido tan sólo por la masa hipster y borracha. Porque las barras libres han figurado con bastante éxito en los últimos eventos del teatro —al que tal vez deberíamos comenzar a llamar centro de entretenimiento—; hordas de jóvenes (la mayoría menores de 30, seguro) abarrotaron el Fru Fru hace pocos meses en una fiesta privada en la que el alcohol corrió sin descaro a cargo de Verano Local. Atomizadores de agua, tacones altos, faldas cortas —una combinación que no desaparece del lugar— y chavos bailando y divirtiéndose al borde de los preciosos y aterciopelados palcos coronados por impresionantes candelabros; los que ahora se rentan a grupos de entre cinco y siete personas, a modo del mejor postor, para disfrutar de los conciertos desde un lugar muy exclusivo.
Como todo futuro, el del Teatro Fru Fru es incierto. Lo que no puede negarse es que se trata de un controvertido escenario que se niega a desaparecer de la memoria chilanga y que representa una de las épocas doradas de la vida nocturna. En la actualidad son los jóvenes quienes lo reclaman como espacio propio y hacen uso de él a su antojo, para quién sabe, tal vez en esta ocasión la Tigresa sí tenga razón.
Este artículo se publicó en nuestra edición impresa no. 17 [2011]
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