Centro Barbacana

El pino macizo envejece; la chapa se despega. El lujo es macizo.

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texto Ludwig Godefroy

fotografía Nicolas Sisto

En julio de 2016 recibí una llamada de mi amigo arquitecto y fotógrafo Nicolas Sisto, quien, de regreso de un viaje a Londres, me quería compartir su entusiasmo por la arquitectura del Centro Barbacana (Barbican Center), un proyecto de los arquitectos británicos Chamberlin, Powell and Bon.

 

Sisto volvió al lugar una vez más —ha ido en múltiples ocasiones—, y de esta última me contaba emocionado la sorpresa que es regresar a visitar ese conjunto de edificios —de lo más emblemático de la corriente brutalista— que siempre se traduce en un nuevo e inagotable reencuentro. El brutalismo tuvo su éxito entre los años 50 y los 70, antes de enfrentarse a una gran impopularidad, que lo estigmatizó, a él y a su concreto, como el fracaso de la reconstrucción de la posguerra en Europa.

 

Nicolas y yo tenemos un gusto compartido e inconmensurable por esa arquitectura. Cámara en mano —el tiempo que puede durar un paseo en Londres—, Sisto empezó su safari urbano buscando retratar esos elefantes de concreto. Para mí, el brutalismo siempre ha sido un mundo al que me refiero de manera recurrente, probablemente mi mayor fuente de inspiración. Pero ¿qué me emociona tanto de esa arquitectura?

 

Para empezar, me referiré a la historia, y una vez más, al ilustre Le Corbusier para hablar del origen de esta corriente. Aunque nunca se proclamó arquitecto brutalista, y nunca teorizó el concepto, indudablemente le podemos reconocer cierta paternidad. Luego serán los arquitectos británicos Peter and Alison Smithson, así como el escritor y crítico Reyner Banham, quienes lo acabaron de traducir y desarrollar como una corriente arquitectónica denominada brutalismo.

 

Cuando Le Corbusier construyó (de 1949 a 1952) la unidad de habitación de Marsella, fue ante todo la pobreza de los presupuestos de reconstrucción y la emergencia social lo que lo guió por el camino del brut. Le Corbusier reivindicó la creación de un nuevo romanticismo, el del mal foutu, del mal hecho en el sentido de la poesía de la imperfección, del accidente.

 

El brutalismo no nació de la necesidad de crear una plástica; sin embargo, llegó a definirse como una estética arquitectónica propia, a través de la expresión del material crudo. Donde algunos verán riqueza arquitectónica, otros verán una arquitectura infame. Pero es de la manera más sarcástica en que el brutalismo los llevara a usar la misma argumentación para hacerle el elogio más grande o la crítica más virulenta. Parece ser que el brutalismo tiene un alto sentido de autoescarnio.

 

A pesar de que a lo largo de su vida Le Corbusier ha explorado caminos arquitectónicos vanguardistas, distintos y opuestos, nunca ha cesado de referirse —en su trabajo—a la sencillez emocional que le provoca el paisaje del Mediterráneo, su herencia. Cuando en su primer viaje de juventud (a los 24 años), descubrió la Acrópolis de Atenas, escribió que su arquitectura estaba en una permanente relación con el tiempo, el espacio, el suelo, el cielo y la luz.

 

Pienso que el brutalismo es una arquitectura que tiene esa capacidad de llevarnos literalmente al cielo o tirarnos violentamente al piso. Sé que Le Corbusier no lo escribió en ese sentido, pero tenemos que agradecerle al brutalismo el no dejar indiferente a nadie: es una cualidad inestimable la de tener tanta personalidad. Se trata de una arquitectura que tiene una estética cuya formalidad no se puede resumir, porque es múltiple; porque es a la vez un fuerte medieval, un ágora griega, un coliseo romano o un centro ceremonial maya. Se trata de una arquitectura que tiene la gran virtud de poder producir vestigios, vestigios sociales y arquitectónicos.

 

Entiendo que esta arquitectura ruda de concreto pueda disgustar, pero veámosla y recorrámosla como un sitio arqueológico. Hay que ver la capacidad de diálogo que tiene el brutalismo con el tiempo, ¿pero con qué tipo de tiempo ?

 

Dejemos de ver a éste como simple cronología. El tiempo en arquitectura es un elemento que opera cambios sobre la materia, e implica, por lo tanto, transformaciones arquitectónicas a la manera de una capa agregada que la redefine. El tiempo puede ser considerado como materia en sí. Y, al no enfocarse en producir belleza, esa arquitectura no pierde su mensaje arquitectónico.

 

No digo que el brutalismo no se altere con el tiempo, simplemente le encuentro tanto la majestuosidad de un templo egipcio con más de 2 000 años, como la majestuosidad de esa arquitectura visionaria del siglo xx. Los monumentos históricos no son las únicas construcciones dignas de interés ni las únicas capaces de cruzar las épocas. No hay que olvidarse de que la Acrópolis, por ejemplo, estaba bordeada de construcciones de madera ya desaparecidas, y que las pinturas que recubrían los templos dejaron su lugar a la blancura de la piedra. Con el paso del tiempo se ha convertido en ruinas para que se instale dentro el romanticismo que le reconocemos, pero hay otros tipos de romanticismos.

 

El brutalismo, al no buscar crear algo bello, no teme al tiempo; no teme el cambio de aspecto debido al envejecimiento. Deberíamos de mirar su belleza escondida, menos obvia que la belleza plástica, pero que no se queda ubicada en lo efímero. El seno de silicona de una mujer que ha llegado a sus 80 años, ¿no se convertirá en algo vulgar? El rechazo del envejecimiento arquitectónico puede seguramente acabar en algo similar. Tenemos que aplaudir esa arquitectura honesta y no enfocarnos sólo en sus debilidades. Un edificio que envejece no es un edificio enfermo, de la misma forma que un ser humano viejo, sigue lleno de sus cualidades.

 

El brutalismo es una arquitectura que tiene esa capacidad de llevarnos literalmente al cielo o tirarnos violentamente al piso. Sé que Le Corbusier no lo escribió en ese sentido, pero tenemos que agradecerle al brutalismo el no dejar indiferente a nadie: es una cualidad inestimable la de tener tanta personalidad.

 

Es pues una arquitectura que retoma el fracaso de los modernos agregándole una sensibilidad vernácula. Esas construcciones ya no se ubican más en una sociedad como la moderna de los años 20, girando alrededor de la producción industrial, sino en una sociedad donde los individuos viven en un entorno que usa y consume su producción. Es una arquitectura que integra la tradición en el sentido del origen, del primitivo, de la autenticidad, y se refiere a algo visceral, tal como un instinto que hace que esa arquitectura se vuelva muy humana, a la manera de un himno al artesano. Le Corbusier decía: “que puedan nuestros concretos tan rudos revelar que, debajo de ellos, nuestras sensibilidades son finas…”

 

 

Esa pobreza del material de construcción expuesto, tan criticada, es en realidad lo que llamaré expresión de su sinceridad. Si pobreza hay, es en la falta o ausencia de emoción frente a sus materiales. En nuestra cultura contemporánea, donde nos acostumbraron a vivir en cajas forjadas, donde lo macizo ha desaparecido, en qué momento el humano ha pensado que una chapa de ébano es más preciosa que un tablón de pino. El pino macizo envejece; la chapa se despega. El lujo es macizo.


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