CICATRICES

Cuatro invitados victoriosos nos comparten en carne propia las historias de sus cicatrices

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texto Alberto Rebelo
fotografía Carlos Álvarez Montero
locación Bar Oriente

Las cicatrices son batallas. Un lenguaje del cuerpo que expresa que ha sido herido. Son también testigos del paso del tiempo, ése que nos agrieta cuando envejecemos, y el que en cuestión de segundos nos puede cambiar la apariencia. Estas marcas, consideradas por muchos como “defectos”, nos brindan la capacidad de reconocernos vulnerables y forman parte de nuestra historia de unicidad. Las cicatrices son la metáfora de una insignia; lo que para unos puede significar un recordatorio o el cierre de un proceso, para otros es un trofeo; pero todas llevan la carga de lo sucedido y de la experiencia de sobrevivir.

 

Adrián

22 años, estudiante de arte

Las cicatrices, en ocasiones, sólo cambian la apariencia de la piel o del cuerpo, pero además, forjan la personalidad y el carácter, no precisamente por las heridas, sino por lo que representan. Debajo de la piel hay más de lo que no podemos ver.

 

“Tenía 13 años, un día se me ocurrió jugar con alcohol, le prendí fuego a una servilleta, el fuego estaba ‘moderado,’ pero quería ver más, entonces agarré la botella y tiré el alcohol completo; por supuesto no sabía la reacción que iba a tener. El fuego siguió la cascada de la llama a la botella y me alcanzó, me salpicó el brazo, la playera, la cara. En ese momento estaba consciente de que me estaba quemando, mi reacción fue tirarme al suelo y comenzar a rodar, pero el espacio en el que estaba era muy pequeño. Me paré corriendo a buscar una toma de agua, cuando llegué ahí ya me había apagado. Empecé a sentir dolor. Mientras me incendiaba sólo sentía adrenalina; cuando me eché agua, fue lo peor: el agua hace que se desprenda la piel. De ahí me llevaron a un hospital en Cuernavaca, al que llegué gritando, me pusieron en una camilla, me anestesiaron y me limpiaron las heridas. Durante dos semanas me hacían lavados, y aunque tenían que ser diariamente, no lo hacían así, por ello se me pegaban las sábanas al cuerpo y me dolía mucho cuando las tenían que despegar. Por ese tipo de cosas mi familia buscó a la Fundación Michou y Mau.

Cuando llegué a la fundación en Guadalajara, me quedé un buen rato, llegué con quemaduras de tercero y segundo grado, y hubo partes de mi cuerpo en las que necesité injerto. Entonces me quitaron piel del muslo para cubrir otras partes de mi brazo, cuerpo y oreja. No me podía mover, fue muy doloroso. No me acuerdo de nada, todas son cosas que me fueron contando. Durante las terapias tenía que mirarme al espejo y me sentía extraño, sabía que tenía las heridas, pero no las había visto de frente. Sentía mi autoestima baja y la gente me trataba de ayudar diciéndome el cuento de que las cicatrices son de guerreros, y sí, tienen mucha razón, pero es difícil afrontarlo y llevar ese discurso en la cabeza. Gracias a atreverme a mostrar mi cuerpo, he aprendido a lidiar con esto, concentrando mi atención en la gente positiva. Pienso que las imperfecciones en el cuerpo son lo que nos hace bellos y únicos, detrás de cada una de ellas hay una historia. Es sublime cómo una fuerza más allá de nuestra voluntad logra marcarnos. Los insultos que puedes recibir son sólo palabras.

 

En algún momento me llegué a sentir atrapado y sofocado por mis heridas, pero me di cuenta que ellas también avanzaban con el tiempo. Ver el proceso de sanación me hizo valorar el crecimiento por el que he pasado, y así como mis cicatrices han cambiado, también lo he hecho yo”

 

Xiomara

19 años, modelo

 

Más allá de la apariencia, la columna vertebral es el pilar en el que nos sostenemos. La postura es equilibrio y forma parte del carácter. Xiomara tiene 19 años y en el preludio de su juventud, descubrió que vivía con un problema que la marcaría para siempre.

 

“Me enteré a los 13, por una caída en un parque. Mi doctor me hizo una radiografía y ahí empezó todo. ‘Tienes escoliosis, te van a tener que operar,’ me dijo, y en ese momento entré en pánico”.La escoliosis es una deformación de la columna vertebral y se desarrolla en diferentes grados. “La mía era como una S chiquita, tenía dos curvas. Durante un año estuvimos buscando un médico que nos dijera qué hacer, pero cada vez que me tomaban radiografías, las curvas en mi columna se veían más pronunciadas; me dolía muchísimo, me molestaba ver que una costilla se asomaba más que la otra. El doctor me dijo que al paso que iba, en cuestión de dos años mis costillas podían llegar a perforar mis pulmones; entonces pensé: ‘no quiero una cicatriz,’ pero tuve que tomar la decisión de operarme. Fueron tres cirugías en total. La primera fue ésa; a los dos años tuve otra porque me dolía mucho la espalda, y la última fue el año pasado, para quitarme las barras de titanio que me habían puesto.

Desde entonces, el proceso de aceptación no ha sido sencillo, recuerdo que, como a las dos semanas de la primera operación regresé al hospital a que me quitaran las grapas. El doctor me tomó una foto y me la enseñó: se veía todo rojo, hinchado, me asusté mucho porque era como ver la piel expuesta. Después de eso no quería saber nada, me dolía demasiado. El proceso todavía no termina, antes bailaba jazz y era muy feliz haciendo arcos y splits, después de una recuperación de seis meses volví, y no podía hacer nada. Para recuperarme, el doctor me recomendó nadar, pero incluso eso me cuesta trabajo, siento que mis brazos no dan o no puedo hacer mucho porque mi espalda no se mueve como quisiera, así que durante este proceso también estoy aceptando lo que puedo y lo que no puedo hacer, no porque no quiera, no porque esté mal no poder, sino porque eso es lo que soy ahora. Para mí esta cicatriz significa fuerza, fue mi adolescencia, me ha tocado crecer con ella. Ver que está cerrada y mejorando me hace darme cuenta de que soy una persona fuerte.

 

Genaro

24 años, estudiante de finanzas

Las cicatrices también son memorias, o una huella que te lleva a ellas, pero cuando literalmente has perdido parcialmente la memoria, sólo queda pensar en ver para adelante.

 

“A los 20 años regresaba de un bar como a las tres de mañana, tenía un examen final al día siguiente, entonces no tomé nada. Pero esa noche no llegué a mi casa. Algo pasó, no sé qué, nadie sabe nada. Mi coche se saltó el muro de contención, me rompí el cráneo, el cuello, las manos. Por el golpe perdí una semana de memoria, por suerte iba solo. Estuve tres semanas en coma, y dos meses y cachito en terapia física; después tuve que tomar más terapias para poder moverme.

 

Las películas te hacen creer que después de estar en coma abres los ojos y te das cuenta de lo que está pasando. No, no recuerdo la primera vez que abrí los ojos, mi cerebro se reseteaba cada 10 horas, de pronto estaba despierto, luego ponía cara de ‘qué chingados pasa’ y me volvían a explicar. Eso pasaba como dos veces al día, no había orden de esos sucesos en mi cerebro. Me metieron a terapia intensiva, porque además tenía una bacteria, y me pusieron en cuarentena —de ahí no recuerdo nada—. Saliendo de eso me bajaron a terapia física, y ahí ya fue mucho más fácil conectarlo todo.

Cuando iba saliendo de coma, los doctores habían hablado con mi familia, les sugirieron que no me dijeran nada de mi cabeza porque podía entrar en depresión. El cuarto en el que estaba no tenía espejos, no me podía ver, un día me bajaron para hacerme un estudio y el elevador en el que me metieron tenía aluminio en el techo, alcé la mirada, vi mi reflejo, y me di cuenta de que parecía un aguacate magullado. No tenía placa, tenía una hendidura en mi cráneo, un pedo impresionante. Regresando vi a mis papás y a mis hermanos, y pregunté: ¿qué chingados con mi cabeza?, pero no podía hablar porque además tenía una tractotomía; entonces fue todo por señas, mi mamá entendía a lo que me refería y me explicó todo. Además, no me podía mover muy bien, eso ya lo estaba asimilando, pero de la nada te enteras de que no tienes un cacho de cabeza y dices: ‘¡qué demonios!, ¿ahora qué?’

 

Cuando regresé a la escuela fue muy raro, la gente te mira porque no entienden qué es lo que está pasando, y no los culpo: no sabemos cómo reaccionar a este tipo de cosas. Ahora me da igual si se me quedan viendo, sé que es por eso. Entiendo que la gente es curiosa, y lo cuento sin problema. Todas mis cicatrices representan un momento en mi vida y tienen una razón de ser. En cuanto a saber qué fue lo que pasó, ya me rendí. Al principio trataba de ver cómo podía unir los hilos, pero es imposible. Y borrarlas, no, ni de broma. Hoy soy quien soy por lo que he pasado, si quito todo lo feo, quién sabe qué demonios sería ahorita, me gusta cómo estoy y nunca cambiaría nada de lo que me pasó”.

Giovanna

31 años, comerciante

 

Tres años de diferencia separan la primera vez que Giovanna dio a luz a su segunda hija —aunque en ambos casos el proceso fue similar—. Poco a poco ha ido asimilando que dar vida, a pesar de las heridas, es lo que más agradece.

 

“Son dos cesáreas en el mismo lugar. Tenía 23 años en mi primer embarazo, tuve un problema que se llama placenta previa, no había forma de que fuera un parto natural. En ese momento me frustré, me daba pavor pensar en la marca que me iba a quedar. A pesar de que es un momento muy especial para las mujeres, la gente dice cosas como que son antiestéticas. Después, ese tipo de pensamientos pasan a segundo plano; comprendes que ya no eres sólo tú, y tienes que hacer todo lo que sea necesario por tus hijos, así que una cicatriz es lo de menos. En el segundo embarazo sí tuve la posibilidad de tener un parto natural, pero durante la gestación me enfermé y me tomé unos tés que no debí haber tomado; mi bebé tenía el corazón muy acelerado por eso. Durante la labor de parto, el doctor me dijo que podría sufrir un paro, lo tenían que sacar ya, me daban unas horas más para que naciera, y al final terminó siendo cesárea. Para ellos el parto también es complicado, así que no quise que corriera riesgo.

 

Desde el primer embarazo hasta el día de hoy, mi cuerpo ha cambiado totalmente. Son muchos los estragos que un embarazo te deja, y ha sido un proceso difícil de aceptar: la cicatriz, la pancita, la flacidez, el hecho de que todo mundo vende la imagen perfecta de la mujer, y cuando te miras al espejo y ves que tú no lo eres, la situación te causa conflicto. Han pasado ocho años desde la primera vez que di a luz; desde entonces he tapado la cicatriz todo el tiempo con ropa holgada, en la calle, en la playa, sobre todo con mis parejas, en la intimidad. He recibido comentarios hirientes, que en algún punto afectaron mi autoestima, así que te acostumbras a taparla o apagar la luz. Pienso que no merecen ser cubiertas por nada, para mí representan el amor y la vida. Esta cicatriz es el inicio de ello”.

 


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