Quizá porque no existe una experiencia humana que no sea también una experiencia espacial, la arquitectura es una carrera que engendra obsesión. “Todo el tiempo pienso en el espacio y quiero hablar del espacio”, dice la arquitecta mexicana Gabriela Carrillo desde su oficina en la Ciudad de México. Vestida de negro de pies a cabeza, rodeada de planos y dibujos y cientos de libros de referencias, Carrillo encarna el arquetipo de su profesión. A sus 45 años, es una de las figuras más prominentes de la arquitectura contemporánea mexicana, respaldada por una prolífica carrera diseñando proyectos públicos y privados. Su trabajo ha sido reconocido con premios como la Medalla de Oro de la Academia de Arquitectura de Francia en 2019 y Arquitecta del Año por la revista británica The Architectural Review en 2017. El más reciente es el Premio Dorfman 2023 que otorga la Real Academia de Londres, galardón que reconoce las aportaciones más destacadas del diseño arquitectónico a nivel mundial. Actualmente forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y de la Academia Nacional de Arquitectura de México, además de impartir clases en la UNAM, su alma mater.
Pareciera que Carrillo descifró desde muy joven la fórmula del éxito profesional. Sin embargo, la arquitecta recuerda una etapa de su vida llena de cuestionamientos. ¿Cómo crear una arquitectura que responda a las necesidades de nuestro tiempo? ¿Cómo lograr que la maternidad expanda su visión del mundo y, por lo tanto, fortalezca su práctica? En 2019, tras casi dos décadas trabajando con Mauricio Rocha, Carrillo decidió establecer su propio taller. Desde entonces, se ha enfocado a explorar distintas formas de trabajo, colaborando con otros arquitectos a través de la plataforma Colectivo 733. Carrillo no ha dejado de buscar respuestas, pero ahora se está formulando distintas preguntas.
ANA KARINA ZATARAIN (AKZ): Tras separarte de tu socio, Mauricio Rocha, has seguido trabajando de manera colaborativa, pero con otros despachos. ¿Qué te llevó a buscar esa independencia profesional, y qué querías lograr por tu cuenta?
GABRIELA CARRILLO (GC): Creo que la separación tuvo que ver con la forma en que vemos el mundo. No fue un quiebre repentino, sino un tránsito lento, algo natural cuando llevas 19 años trabajando con alguien. Creo que ese proceso comenzó en 2015, con el nacimiento de mi hijo; después, los sismos de 2017 también ocasionaron un cambio de perspectiva. Fue lento —no fue sino hasta 2019 que decidimos disolver nuestra sociedad—. Lo que empezó a suceder es que se generó una distancia en las voluntades de cada uno: a dónde queríamos llegar, lo que queríamos seguir haciendo o no, cuáles procesos queríamos implementar en nuestro trabajo. Por un lado, quería permanecer ahí porque me negaba a la idea patriarcal de tener mi propio estudio y dirigirlo. Pero lo interesante es que, en realidad, pasé de una monogamia a una poligamia laboral; a tener una oficina no para hacer las cosas como quisiera, sino para poder colaborar de muchas formas y en muchos grupos. Eso hizo que se disolvieran los límites entre la investigación, la práctica, la academia, mi vida cotidiana, el formato y las formas de hacer arquitectura. Como dices, nunca pasé por una etapa de soledad, porque no creo que nuestra profesión se deba ejercer de manera individual.
“Hacer arquitectura tiene que ver con simplemente observar las relaciones humanas que construyen una espacialidad, descubrir a partir del error y perseguir algo más que la perfección estética en el diseño.”
AKZ: En el siglo XX, figuras como Le Corbusier, Mies van der Rohe, Frank Lloyd Wright y, en México, Luis Barragán, contribuyeron a esta mitología del genio solitario que crea arquitectura. ¿Crees que es necesario combatir o eliminar esa idea?
GC: Sí, y es muy complejo porque, de una u otra manera, quienes nacimos antes del siglo XXI nos formamos en medio de una modernidad y somos producto de eso. Heredamos prácticas sociales y las replicamos con total inconsciencia. Un ejemplo muy evidente para mí es que entré muy joven, a los 21 años, a trabajar en una oficina de arquitectura. Y durante 19 años, las cosas se hacían de una manera, había una estructura establecida, y yo heredé esa forma de hacer las cosas. Son hábitos y pensamientos que se heredan como si fuera una verdad absoluta y plena, y como si no hubiera otros caminos para trazar nuestra práctica. Recuerdo que había acuerdos muy fuertes entre Mauricio y yo acerca de cómo diseñar: nunca individualmente, siempre buscando que todo pasara por las manos de los dos. Pero, en realidad, ¡no éramos dos, era un taller! Hubo un momento en que había voces muy altas en la mesa, de muchos arquitectos que formaban parte del taller y que actualmente tienen sus propias oficinas. Otro acuerdo era jamás trabajar virtualmente; siempre tener a la gente presente. Éramos una especie de control freaks: “tenemos que diseñar el mueble, el asiento, la silla, y asegurar que nadie los mueva…”
AKZ: ¿Qué fue lo que te llevó a experimentar con otras estructuras de diseño?
GC: Tener un hijo ocasionó un cambio radical en mi manera de entender mi práctica. Me di cuenta de que no puedo controlar todo en la vida. Y recuerdo que comencé a entender el tiempo de una nueva forma, al intentar encontrar un equilibrio entre mi vida profesional y la maternidad. Antes, mi vida giraba en torno a la arquitectura, y aún es el caso, pero de manera distinta. Ahora encuentro en el cotidiano, en la academia y en la investigación, una serie de cosas que se diluyen entre sí —si estoy en la clase de karate de mi hijo, por ejemplo, y hay un eco espacial que resuena en mí, estoy haciendo arquitectura, aunque no esté sentada en un escritorio—. Cada vez más, el hacer arquitectura tiene que ver con simplemente observar las relaciones humanas que construyen una espacialidad, a descubrir a partir del error y perseguir algo más que la perfección estética en el diseño. Siento que la modernidad es un lugar donde se buscó tener una verdad de todo; una verdad absoluta. Recuerdo esto de “autocitarnos”, usar de ejemplo nuestro propio trabajo pasado, como si estuviera acordado que lo que habíamos hecho era perfecto. Eso condena las posibilidades de descubrir otras cosas, de descubrir a partir del error.
Hubo un momento en el que me sentía frustrada, pensando “tal vez no quiero hacer una arquitectura tan perfecta toda mi vida”. Empecé a cuestionar la perfección porque había dejado de sentirme libre, cuando la arquitectura siempre representó libertad para mí. Desde que entré a la escuela, me liberé de un novio, de mi mamá que no me dejaba ir a ningún lugar, de mi casa; encontré una manera de expresarme que antes no tenía. Y después, otra vez me sentí atrincherada, no porque lo que hacía estuviera mal, sino porque simplemente dejó de resonar para mí.
Creo que existe otro camino. La pregunta es si la modernidad y la arquitectura que se hicieron en el siglo XX siguen siendo pertinentes hoy en día, y ése es el lugar que me interesa explorar.
AKZ: Mencionaste que, además de la maternidad, los sismos en septiembre de 2017 influyeron en tu cuestionamiento profesional. Siendo arquitecta y socia en uno de los despachos más renombrados del país en ese tiempo, ¿cómo fue tu experiencia respondiendo a las necesidades inmediatas y de largo plazo que surgieron?
GC: Sentí mucha desesperación. Desde que nació Paulo, me di cuenta de que la mejor manera de educar a un niño no es diciéndole qué hacer o qué no hacer, sino demostrándole con el ejemplo. Después del sismo, sentí la necesidad de que mi hijo viera que es importante construir empatía con el mundo y estar conectados con lo que sucede alrededor; que no podemos ignorar y decir “qué fregón que a mí no me pasó nada, me lavo las manos y sigo mi camino”. Entonces me metí de lleno, yendo sábados y domingos durante un año entero a Tlayacapan, llevando a mi hijo, involucrando a mis alumnos [en la UNAM], trabajando sin parar. Tenía un objetivo claro: defender y fortalecer las viviendas patrimoniales que había en Tlayacapan. Y pensé que iba a lograrlo generando un proyecto de reestructuración que pudiera funcionar como un caso ejemplar; que, a partir de ese caso, la gente pudiera descargar planos y gestionar sus papeles con el INAH. Era una logística compleja, pero me pareció que una casa era suficiente si se documentaba correctamente para, después, crear una página web que pusiera la información a disposición de las 80 familias en Tlayacapan con viviendas patrimoniales de características similares. Y fracasé.
Llevaba un año trabajando con la familia de la casa que sería el caso ejemplar, y me fui de viaje dos semanas. Cuando regresé, la familia había hecho todo al revés: contrataron a un albañil, hicieron losas y columnas de concreto, todo con el permiso que yo había gestionado con el INAH; entonces mi credibilidad ante la institución estuvo en riesgo. Entré en una depresión muy profunda. Lloré y me enojé con la señora, quien realmente es una mujer muy agradable. Pero fue un gran fracaso para mí, el más grande de mi vida. Pensé: “los arquitectos somos inútiles, estamos demasiado concentrados en la belleza, cuando hay momentos en los que no es lo que importa”. En ese sentido, sí diría que fracasamos como gremio. Pero del fracaso se aprende, y para mí fue un empujón que me llevó al lugar donde estoy ahora. Me hubiera gustado hacer más por las familias de Tlayacapan y no lo logré, pero no concibo estar haciendo lo que hago, ni ver mi práctica como la veo hoy, si no hubiera tenido esa experiencia.
AKZ: Hablando de las posibilidades y los límites de la arquitectura, quisiera preguntarte acerca de tu trabajo diseñando obra pública, que ha sido un enfoque de tu práctica en los últimos años. ¿Qué te atrae hacia este tipo de proyectos?
GC: Comencé mi vida profesional haciendo proyectos públicos. Trabajé un año en Taller de la Ciudad con Alberto Kalach, y cuando entré a trabajar con Mauricio Rocha, él acababa de recibir el encargo de hacer 16 proyectos en la alcaldía de Milpa Alta — mercados, centros culturales y deportivos—. Junto con Iván Camacho estuve a cargo de un mercado; lo dibujé, lo modelé y lo supervisé acompañada del jefe del taller. El día de la inauguración, viendo a la gente emocionada por vivir el espacio, pensé: “¿por qué diablos nuestra profesión tiene que estar catalogada como creadora de objetos de lujo?” cuando al final ése fue uno de los momentos más felices de mi práctica, ver cómo se puede construir dignidad y bienestar para cualquiera a partir del espacio. Pero, en general, la obra pública es felicidad y dolor. Tienes mucha autonomía en temas de diseño, pero hay cuestiones de tiempos políticos, gestión de recursos y calidades de obra, a veces terroríficas —todo puede ser muy atropellado—. Es algo a lo que me acerco, me amarro, me quemo, y después me quiero alejar.
Recuerdo que en 2016, Mauricio y yo diseñamos una museografía para la Fundación Cartier. Estábamos en la inauguración, brindando con champagne, y al mismo tiempo estaba lidiando con un proyecto público que se construyó mal. No estaba a mi cargo, pero yo era la que recibía las quejas y amenazas. En mi borrachera le decía a Mauricio: “¡no quiero hacer obra pública, quiero hacer museografías como ésta y que me inviten a beber champagne”! [Risas.] Pero siempre regreso porque trae mucha satisfacción. Me emociona hacer más proyectos privados para balancear la carga.
AKZ: En distintas entrevistas has hablado de la inequidad de género en la arquitectura. ¿Crees que las experiencias que viven las mujeres impactan sobre sus maneras de diseñar?
GC: Sí, creo que tu percepción o tu sensibilidad ante ciertas cosas es distinta, porque el género de una persona determina cómo vivirá distintas atmósferas. Ser mujer tiene un impacto en esa percepción, y explorar eso me interesa mucho.
AKZ: ¿Por qué consideras que aún es importante resaltar a las mujeres arquitectas?
GC: Creo que si hoy no hay tantas mujeres haciendo arquitectura es porque la sociedad no lo ha permitido y, en ese sentido, creo que sí es necesario forzar esa balanza para un lado hasta lograr el equilibrio. No es una cuota de género, porque las arquitectas que están siendo reconocidas se lo merecen. Hasta que haya un equilibrio, creo que quienes tenemos una voz y la posibilidad de generar un cambio debemos empujar hacia eso. Es increíble que hoy en día aún se elija a un jurado conformado sólo por hombres, por ejemplo. Y todavía hay quienes te salen con que: “ah, pero sí apruebas que haya un jurado sólo de mujeres”. ¡Bueno, porque históricamente han sido sólo hombres! Está bien ahorita jalar de más. A veces pienso que es contradictorio de mi parte que me gusta dar entrevistas y que salga mi nombre, cuando al mismo tiempo digo que no quiero pertenecer a esa estructura patriarcal que mencionamos. Pero luego, teniendo un hijo, en ocasiones me ha hecho comentarios como “no quiero usar rosa porque es de niñas”, o “las mujeres son más débiles”. Y me enfurece. ¿Cómo es posible que un niño que ha crecido educado y proveído por un padre y una madre de igual manera, de repente piense eso? Es porque hay una sociedad que empuja con una presión tan fuerte y subliminal que no sólo se va a formar por lo que ve en casa. Por eso creo que los contrapesos son importantes: hay que ser muy enérgicos y firmes.
AKZ: Recuerdo que, poco después de la muerte de Zaha Hadid, un presidente de la Architectural Association en Londres le dijo a algún medio: “Si podemos eliminar la práctica de hablar acerca de arquitectas mujeres, sería el mejor tributo que le pudiéramos hacer.” Como si la inequidad de género en la arquitectura ya no existiera, o como si fuera a desaparecer si sólo la dejamos de nombrar. Pero cuando estaba estudiando Arquitectura, era importante para mí ver a Hadid, a Kazuyo Sejimo, a ti, a Tatiana [Bilbao], a Rozana [Montiel]… Para todas las mujeres que estudian esta carrera, hay un punto en el que esa representación importa, y realmente aún son muy pocas mujeres a las que podemos estudiar.
GC: Muy pocas. En 2019 me invitaron a Mallorca a dar una plática con Rozana Montiel, Tatiana Bilbao y Carme Pinós. Pensé: “¡¿Carme Pinós?!” Cuando yo estudiaba Arquitectura, ¡eran literalmente Zaha Hadid, Kazuyo Sejima y Carme Pinós! En una cena después de la plática, se sentó a mi lado y le pregunté si ella creía que fue buena decisión separarse de [Enric] Miralles, y qué pasó después de que se separó. Y me dijo: “Mira, Gabriela, la verdad los 10 siguientes años que me separé de él no tuve trabajo. Nadie creía que lo que habíamos hecho juntos lo había hecho yo también, fue devastador”. No podía creer que mi ídola me estuviera diciendo eso, pero también me dijo: “¿Sabes algo? Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida”. El haberme compartido ese nivel de terror y crisis me pareció un nivel de sororidad que es difícil de encontrar entre los hombres, y que sí genera fortalezas. A partir de ahí me quedó muy claro que ni madres, sí hay que hablar como mujeres, sí hay que tener una voz, y eso no significa que no ame a los hombres y que no crea que son talentosos, pero es un momento donde hay que fortalecer a toda esa juventud que está con miedos e inseguridades.
AKZ: Fuera de lo directamente relacionado a la arquitectura, ¿tienes algunos intereses o hábitos que crees que nutren tu práctica?
GC: No puedo negar que soy una arquitecta que quiere desayunar, comer y cenar arquitectura. Me hace feliz, me da placer, me llena. Pero, como te decía, ahora es algo que veo en todos lados. Si antes sólo leía acerca de arquitectura, ahora cada vez leo más novelas. Soy parte de un club de lectura, y el año pasado leímos a Milán Kundera, después de que falleció.
AKZ: ¿Cuáles libros de Kundera?
GC: La identidad y La lentitud, en ese orden. La lentitud fue increíble, porque desde hace mucho el tema del tiempo se ha vuelto importante para mí. También me gusta estar en mi jardín, paso por lo menos media hora ahí todos los días, observando los cambios que hay en él. Las plantas me cautivan mucho porque me hipnotiza ver el tiempo a través de ellas; el jardín es un lugar que se ha vuelto maravilloso en mi cotidiano. Y la propia academia con mis estudiantes es algo que disfruto mucho, sobre todo sorprenderme al ver sus proyectos. Creo que retener esa capacidad de sorprenderme es importante.
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