Cuando era pequeño y viajaba en carretera con mi familia, lo que más quería encontrar eran canchas de futbol, las cuales completaban un paisaje ajeno que sólo conocería a través de la ventana del coche. Las nubes, animales, montañas, eran cosas que permitían que la espera fuera más amena, pero nada hacía volar mi imaginación como lo hacían esos campos poco cuidados, llenos de tierra, con el pasto sin cortar y con porterías improvisadas o a punto de caerse por la oxidación. Fantaseaba con parar el coche y bajarme a jugar. Con la imaginación observaba partidos y jugadas imposibles donde siempre salía victorioso y, una vez que el partido terminaba, comenzaba a preguntarme cómo iríamos vestidos, qué camisetas y zapatos utilizaríamos, quién sería el árbitro, si éste sacaría tarjetas protegiendo a los talentosos de las patadas de los más torpes, quién sería el portero, quién portaría el gafete de capitán. Al contestar esas preguntas, el partido imaginario comenzaba a cobrar vida y ya no sólo me acompañaba en la carretera, sino que las imágenes se tornaban cada vez más reales hasta convertirlas en sueños que se volvían realidad cuando despertaba en el destino final del viaje.
Hoy existe una realidad que se convierte en fantasía durante 90 minutos, entre el pitido inicial y el pitido final del árbitro. Si antes me imaginaba en el Coliseo Romano, ahora me encuentro en un descampado y, cuando escucho el silbato, la cancha se convierte en uno de los pequeños coliseos como los que había en las colonias romanas a miles de kilómetros de la capital. Una vez que escucho el pitido final, todas las acciones que creí que eran de vida o muerte se manifiestan como lo que realmente son, movimientos torpes y sin gracia que nos remiten a los sueños de nuestra infancia. El silbato se convierte en una máquina del tiempo que termina con la euforia del equipo ganador y la desdicha del perdedor.
Existe un hecho que puede convertir ese regreso a la realidad en algo todavía más doloroso, y es cuando el árbitro te muestra una tarjeta. Si te expulsaron, tu fantasía no sólo dura menos de 90 minutos, sino que se convierte en un doble castigo, abandonas a tus compañeros en el campo y te privas de revivir tus emociones, tus pasiones más profundas. Las tarjetas son crueles: su uso real es para proteger a los habilidosos de ésas patadas de los torpes y de las agresiones de los que buscan depositar sus frustraciones en la cancha.
Dentro de todas estas fantasías y realidades, hay un objeto que sí parece sacado de un cuento para niños, donde los objetos cobran vida, tienen pensamientos propios y deciden por sí mismos. Este objeto es el balón; un objeto inanimado que en cuanto lo tocas cobra vida y elige acercarse o alejarse dependiendo de cómo sea tratado. Y es que el balón siempre intenta regresar a los pies de quien mejor le trata; es un objeto que nos elude, nos obliga a ser humildes y a aceptar nuestras deficiencias.
Para un jugador, aceptar sus deficiencias puede ser complicado y entonces comienza a buscar factores externos que las puedan paliar. El primer sitio al que se dirige es al calzado. Los tacos son el primer objeto que entra en contacto con el balón y el campo, es lo que te da confianza al momento de pisar el pasto y de tocar el balón. Todas las noches antes de un partido les saco las agujetas, los limpio con un trapo húmedo, y no vuelvo a colocárselas hasta antes de ingresar a la cancha. Es un ritual casi religioso, como si eso invocara una fuerza desconocida que me hará mejor.
Tanto en el deporte como en la vida, muchas veces hay que tocar fondo para encontrar aquello que te impulse a ser mejor; encontrar algo que no sabías que existía y que te transporta a lugares desconocidos. Lo mismo pasa cuando portas el brazalete de capitán. Llevarlo atado al brazo te transforma: comienzas a asumir mayores responsabilidades, te encuentras en situaciones donde tienes que defender a tus compañeros de los rivales, a exigirte a ti mismo como nunca antes, como si esa cinta estuviera cargada de una personalidad que se traslada a quien la esté usando. De una forma u otra, todos nos sentimos protegidos por el capitán.
Siempre ha existido la pregunta de por qué el futbol es tan popular, cómo es posible que atrape a tantas personas cuando pueden haber partidos tan aburridos. La respuesta está en el sentimiento de pertenencia e identificación que genera. Tener una camiseta con unos colores y un escudo estampados en ella, hace que te sientas parte de algo grande e importante. Nos reconocemos en las personas que usan la misma camiseta que nosotros, y eso permite generar vínculos con completos extraños. Nos convertimos en cómplices y estamos listos para ayudarnos en caso de ser necesario. Estando en la cancha, con tu equipo, es cuando estás dispuesto a hacer lo imposible por defender esa camiseta, que te une y convierte en aliado, aunque sea sólo por 90 minutos.
Ahora que la realidad me alcanzó y esos partidos imaginarios se convirtieron en una fantasía, encuentro un nuevo significado en los objetos que están presentes cada fin de semana, ya sea viendo partidos por la tele o preparándome para ir a jugar con mi equipo amateur a las canchas a un costado de la Picacho-Ajusco. Entonces no puedo evitar recordar las palabras de Marcelo Bielsa: “En cualquier tarea se puede ganar o perder, lo importante es la nobleza de los recursos utilizados”.
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