KENYA CUEVAS

La mujer imparable en la que no cabe el miedo...

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fotografía Gonzalo Morales
texto Rodrigo de N. Colmenero

Platicar con Kenya Cuevas ha sido una de las experiencias que me ha cambiado la vida y que recordaré siempre. Ella es un indicador vivo de nuestra historia. Es una mujer que se acostumbró tanto al dolor y al sufrimiento que sólo le ha quedado luchar por hacer visibles estos problemas para el resto de nosotros. Nuestro diálogo me deja con una valentía compartida y un profundo respeto, con ganas de que más personas pudieran sensibilizarse —e involucrarse— con su historia y la de otras mujeres trans como ella. Llega al Monumento de la Revolución con Maiha, su asistente, me saluda y empieza a dirigir cómo quiere que se vea su retrato; con voz de mando. Después nos pasamos a una sombra y se relaja, nos sentamos y me dice que ella no se ve apareciendo en una revista de moda; le digo que es más que eso. Sólo le hice una pregunta, le pedí que me contara su historia, y aquí la dejo.

Kenya Cuevas: Los primeros años de mi vida crecí con mi abuela materna, junto con mis siete hermanos. Mi familia me violentó desde que se dieron cuenta de que era diferente, tanto verbal como física y psicológicamente. Cuando cumplí nueve años, ella murió y la situación empeoró hasta el punto en que me dejaron de dar de comer. Me salí de mi casa y un amigo de mi abuela me dio trabajo; cuando mis hermanos se enteraron, me quitaron mi dinero. Yo vivía en Tepito, me fui caminando hasta la Alameda sabiendo que no quería regresar a casa. Cuando oscureció, me topé caminando con una mujer trans y de inmediato me sentí identificada; le pedí que me ayudara a verme como ella. Me dijo que me pusiera a trabajar. Estaba en una esquina que era punto de trabajo sexual para mujeres trans y niños trata (niños en situación de calle que consumían sustancias y ejercían trabajo sexual). Me dijo que me acercara a un carro, que hablara con él y obedeciera en lo que me pidiera. Yo, pensando que me ayudaría, me subí a un carro y le iba contando mi historia; el señor me dijo que él solo buscaba un servicio, pero que no me desanimara. Me dejó pagada la habitación de un hotel por unos días y dinero para comer. Ése fue mi primer cliente, a los nueve años.

 

No volví con la mujer de la Alameda, pero al salir de la habitación del hotel, me di cuenta de que estaba en un lugar que daba residencia a mujeres trans. Ellas me arreglaron, me llevaron a comprar lo que necesitaba y me maquillaron. Cuando me vi, por primera vez me identifiqué ante el espejo. Esa misma noche me llevaron al Bar Obregón, sobre Insurgentes. Conocí a una madrota, y les dijo que no importaba que tuviera nueve años: mientras pagara mi cuota, me protegería.

 

Me quedé ahí a trabajar. Una de las primeras demandas que tuve de mis clientes como trabajadora sexual fue el consumo de sustancias psicoactivas —alcohol, drogas—. Los mismos clientes te ofrecían —fui una presa fácil por la edad e inexperiencia—. Me enganché y en algún momento ya no pude pagar mi hotel ni pagar mi comida, y terminé en la calle. Empecé a vivir en la Plaza Garibaldi, a dormir en los parques y a bañarme en las fuentes. A veces me quedaba aquí, en el Monumento a la Revolución o en cajeros; esta era mi zona. Sucia, con costras, piojosa, así pasaron casi 20 años. Mientras era menor de edad conocí varias casas hogar como Casa Alianza y Hogares Providencia, que daban atención integral a los niños, pero a mí siempre me limitaron mi identidad de género. Yo ocupaba estos lugares sólo para reponerme. En una ocasión, después de estar ahí una semana, comencé a presentar delirios auditivos y visuales. La psicóloga me llevó al hospital Fray Bernardino donde me dieron medicamento para que se desintoxicara mi sangre; los psiquiatras me preguntaban sobre mi familia, sobre mi trabajo. Les decía que vivía en la calle y que me prostituía, que tenía de cinco a 10 clientes diario, dependiendo de la noche. Ésa era mi realidad. Me empezaron a hablar del VIH, en ese entonces sólo le llamaban SIDA y decían que únicamente les daba a los homosexuales, era 1986. Me hicieron una prueba, cuyos resultados tardaron seis meses en llegar y salieron positivos.

 

Volví a las calles. A mis 28 años, llegué a comprar droga a Tepito y cayó un operativo. La policía negoció con la vendedora y me detuvieron a mí. Me llevaron al Reclusorio Norte, ahí me dieron auto de formal prisión por daños contra la salud, posesión, distribución y venta de cocaína. Me sentenciaron a 24 años de prisión. La violencia en la cárcel tampoco se hizo esperar: tuve una riña con un chico, le enterré una navaja que él sacó para amenazarme y me trasladaron al Penal de Santa Marta. Al llegar me di cuenta de que había un dormitorio, el 10, para personas que viven con VIH, así que decidí ventilar mi diagnóstico. Afuera era un tema imposible de comunicar porque incluso de espacios como El Escuadrón de la Muerte te corrían si tenías el virus. Me colocaron en ese dormitorio y nos platicaron sobre los medicamentos y cómo debemos tomarlos. Las personas que se los tomaban, enfermaban y morían. Mis mismos compañeros me aconsejaron que no me los tomara y por eso sobreviví.

 

 

La expectativa de vida promedio de una mujer trans en México es de 35 a 40 años. Esto por la violencia que enfrentan, los transfeminicidios y las condiciones de abuso de sustancias, incluso el uso de modelantes estéticos que les generan complicaciones.

 

 

Rodrigo de N. Comenero: “¡Hola Kenya!” —se acerca una mujer a saludarla y a pedirle una foto—. Le dice que sigue su trabajo y que celebra lo que ha logrado. Kenya la saluda y continúa conmigo.

 

“Hicimos una denuncia a la Clínica Condesa, quienes no tenían jurisdicción sobre las personas privadas de libertad que vivían con VIH, y desde entonces la clínica se empezó a encargar de nuestros cuidados. Nos enteramos de que fuimos utilizados como conejillos de Indias por farmaceúticas y que por esta razón muchxs compañerxs murieron. Al tiempo, conocí a una licenciada que me ayudó con diferentes recursos para lograr tres reducciones de sentencia, hasta que pude salir después de cumplir 10 años y ocho meses en la cárcel. Cuando salí, sin nada, me acerqué a la Clínica Condesa, donde me empezaron a informar sobre el medicamento antirretroviral, el virus, la atención, prevención y métodos de barrera; por esto me decidí a hacer prevención y capacitación con las trabajadoras sexuales.” Durante seis años, Kenya logró la contención de las chicas y la atención de sus casos; comenzaron a tomar retrovirales y disminuyó la pandemia dentro del trabajo sexual en la Ciudad de México.

 

El 30 de septiembre de 2016 asesinaron a su mejor amiga, Paola Buenrostro. Kenya lo presenció, le apuntaron con la misma arma, y entre todas las compañeras detuvieron al asesino. De hecho, se grabó un video que aún se puede ver en internet donde se escuchan las detonaciones y cómo ella se acerca al coche donde yace Paola. “Este crimen me hizo ver la manera en que el sistema y las instituciones nos violentan y niegan derechos básicos sólo por ser transexuales. Me descartaron de una carpeta de investigación por ponerme como curiosa al lugar [figura que no existe] en vez de testigo, lo que yo era. Cuando llegó la audiencia, me presenté, pero el juez me mandó sacar para que no la contaminara. Salí pensando que al asesino lo iban a detener, y lo dejaron en libertad. Tuve que amenazar al fiscal para que me dieran el cuerpo de mi amiga y, después de velarla dos noches, coloqué su ataúd sobre Insurgentes a manera de protesta, diciendo que ella venía a manifestarse porque aún no la enterrábamos y ya habían dejado libre a su asesino, con todo y que nosotras mismas lo habíamos agarrado.

 

Esto le dio la fuerza para emprender una lucha por la justicia, para su amiga y sus compañeras. Se preparó, aprendió a leer y escribir. Aprendió sobre leyes, protocolos y reglamentos de distintas instituciones para poder reclamar injusticias. Recibió varias veces amenazas de muerte y sufrió un par de atentados de asesinato a partir de volverse crítica ante la discriminación sistemática de la autoridad —uno con arma blanca y otro al recibir tres disparos—. Un día que ella salió a dar una conferencia, entraron a su casa y asesinaron a otra de sus amigas que vivía con ella. Las autoridades ya no la dejaron volver, y fue cuando decidió abrir Casa de las Muñecas Tiresias, un centro integral que da servicios y acompañamiento a las personas en situación de calle, consumidoras de sustancias, privadas de libertad o recién liberadas, personas que viven con VIH, migrantes y todo el colectivo LGBT. “Posteriormente abrí una línea de albergues que le dieran respuesta contundente a estas mujeres. Muchas veces, aunque quieren integrarse a un servicio público, la misma problemática de desigualdad educativa y laboral no les permite acceder a sus derechos. En estos espacios, ellas no se preocupan de pagar un hotel, de la comida o de trabajar, lo que les posibilita enfocarse en estudiar y prepararse para poderse colocar en espacios dignos. Actualmente trabajamos en 10 estados de la república (Ciudad de México, Estado de México, Veracruz, Nayarit, Guanajuato, Jalisco, Colima, Baja California Norte, Tabasco y Chiapas), con una estructura de personas que brindan servicio, y en tres cuentan con albergues, más un centro comunitario y un albergue para perritos callejeros. Aunque quiero que se pueda crear una red de albergues en todos los estados que brinde seguimiento y visibilice a una comunidad que siempre fue criminalizada por medio de la creación de espacios dignos.”

Kenya ahora es conferencista, ha desarrollado protocolos de atención a nivel nacional y es defensora de derechos humanos, activando mecanismos con comisiones estatales. “Cuando murió Paola, prometí que no iba a descansar hasta cambiar al sistema.” Recientemente ayudó a la creación del primer mausoleo para mujeres trans en el mundo, que mueren en situación de violencia o abandono. El sitio, en Iztapalapa, busca dar espacio digno a estas mujeres, recordar sus vidas, reconocer sus identidades y preservar sus memorias como todas las personas se lo merecen.

 

El día de esta entrevista, Kenya recibió una de esas noticias que le llenan el corazón. Una de las mujeres que recibieron en el albergue de la Ciudad de México acaba de ser admitida en la UACM (Universidad Autónoma de la Ciudad de México). “Cuando llegó, nuestra compañera tenía crisis de ansiedad, detonada por el consumo de sustancias; se había inyectado modelantes (otro problema de salud que genera complicaciones graves en la población trans) y no había terminado la primaria. Pero ha seguido estudiando, preparándose. Ahora es coordinadora de una de nuestras casas y pronto tendrá una carrera. Se siente muy bonito porque es la culminación de muchos esfuerzos. Para nosotras el trabajo no se detiene, hacemos sacrificios, nos desvelamos y nos comprometemos a trabajos en fines de semana y días festivos para poder ver cómo mis hermanas se levantan de esta forma. No estamos en esto para hacer dinero, todo lo que juntamos se va a seguir ayudando.”

 

“Hemos avanzado. Hace 10 años aún nos arrestaban por transitar en las calles y éramos discriminadas por vivir con VIH. Pero aún falta mucho por hacer para lograr condiciones de vida humanas y seguras.”

 

Varias cosas sí han cambiado desde los 80, al menos desde la representación. Ahora los medios comienzan a contar historias de mujeres trans, a ofrecer una ventana de sus realidades. Y aunque muchas mujeres comparten contextos similares a Kenya y su lucha, ahora tienen los medios para contar esta historia bajo su control. Un grupo de mujeres trans de León, Guanajuato, se volvieron virales en internet a raíz de un video que presenta a dos de ellas: Paola Suárez y Wendy Guevara. Ahora, Wendy ganó un reality show de Televisa, y con ello el corazón de una audiencia masiva que se enamoró de sus historias, que empatizó con sus vivencias y en el proceso aprendió, al menos en términos básicos, conceptos en torno a identidad de género y orientación sexual. Justo un público que no convive con personas trans y que tiene muchos prejuicios que vienen de la ignorancia.

 

“Necesitamos posicionar estos temas educativos en la población, porque lo que genera la discriminación no es otra cosa que ignorancia, y después esa ignorancia se transforma en odio y, finalmente, en violencia. Estos discursos, burlas y prejuicios se han repetido generación tras generación sin darnos cuenta de que este machismo limita nuestras oportunidades e incluso nos mata. Falta que se eduque a las generaciones jóvenes, pero también a instituciones públicas y privadas. Sólo así vamos a poder combatir este panorama tan cruel. México ocupa el segundo lugar en transfeminicidios en América Latina.”

 

Cuando le pregunto sobre lo que el miedo significa para ella, me dice: “A mí no me han dejado tener miedo, me arrebataron esa posibilidad. Trato de que no me afecte en el día a día porque lo que siento es indignación; el miedo me paralizaría y no puedo parar. Siempre he tenido que enfrentar lo que no era ‘enfrentable’. Creo que ahora lo único que me da miedo es una mujer sin miedo, como yo.”


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