La cáscara

Hace casi un siglo, cuando los habitantes de la Ciudad de México querían jugarse un partidito de futbol en las tierras abiertas y rocosas del barrio, carecían de ese preciado objeto llamado balón. Ese ordenadito compendio de pentágonos de cuero, unos blancos y otros negros, cosidos entre sí por un resistente hilo que se incrustaba en las frentes dejando cicatrices y mareos en los participantes. Esa perfecta y casi milagrosa circunferencia no era, aún, un bien común. A veces, cuando se podía, se hacía una pelota metiendo varios calcetines adentro de otros. Cuando escaseaban calcetines y la fruta de estación era la naranja, se le hacía un hoyito para chuparle el jugo de tal manera que cuando la sequedad lo permitía, se la echaba a correr por el llano y comenzaba el partido. De ahí la denominada “cáscara”.

 

Picadito en Argentina, pichanga en Chile, pachanga en España, palada en Brasil, cotejo en Colombia, caimanera en Venezuela, el futbolito no profesional, más o menos improvisado, es la quintaesencia de este deporte. Cuando a principios del siglo pasado los ingleses jugaron el primer partido de futbol profesional y se jactaban de haberlo inventado, el mundo llevaba miles de años jugando a la pelota. El futbol profesional, ese que hoy tenemos todos en la cabeza, ese representado por seres humanos sobresalientes, grandes atletas, guapos y millonarios hechos en serie; es sólo el último eslabón de la cadena. El último y el más alejado de la realidad, un eslabón casi atrofiado que nos muestra una humanidad que no somos.

El futbol es el deporte más jugado en el mundo por la sencilla razón de su simplicidad. La marabunta de pasiones mal gestionadas, nacionalismos, intereses espurios, espirales de violencias, mafias infinitas y espejitos de colores, han sido la consecuencia de la facilidad con que se puede desempeñar: un terrenito, una naranja, una lata, un calcetín, y gente con piernas.

 

El futbol profesional, de cancha grande y pelota redonda, ha creado un espacio engañoso, que funciona como un espejo que distorsiona los anhelos de los mortales, convirtiéndose en la alegoría perfecta de la sociedad de consumo. Ya no queremos ser nosotros, comunes, corrientes, lentos, bajitos, gorditos, chuecos, mareados, enojones, confusos, temerosos. Ahora queremos ser atletas, hermosos y espigados, con calzado multicolor, ropita apretada y vivir en la peluquería.

La cáscara es, muy por el contrario, ese espacio donde somos nosotros más que en ningún otro lugar. Ese lugar donde no podemos disimular nuestra personalidad. En la sociedad moderna, donde no somos ya de un solo bloque, sino que funcionamos de manera fragmentada, aplicando una personalidad diferente según las reglas del lugar en el que estamos, en la canchita de futbol ese engaño resulta imposible. Ahí, en la canchita, se nos escapa la esencia. No importa si jugamos en la tierra llena de piedritas criminales, o en un perfecto pasto sintético más suave que el pelaje del gato. No importa si el límite es una avenida transitada, una reja, la vía del tren o el mar. En la canchita, en el momento del riesgo, la personalidad aflora siempre en su máxima expresión. Frente a la portería todos somos presas de nuestras mejores o peores pasiones. A la hora de la verdad, al igual que en las turbulencias de los aviones, no hay disimulo posible. El solidario da todo por el equipo, el egoísta se olvida de los demás, el violento rompe piernas, el vanidoso se peina, el iracundo rompe en furia, el temeroso huye. En una cáscara, un picado, una pichanga, una pachanga, una palada, un cotejo o una caimanera, los integrantes siempre se conocen de una vez y para siempre. Compartir una cáscara es lo más parecido a la desnudez.


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