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La estrella del show
retrato Gonzalo Morales
imágenes cortesía de Yolanda Montes
Del México de finales de los 40 surgió una bailarina norteamericana adolescente que pronto se convirtió en la consentida de los cabarets y de la escena cinematográfica como nunca antes —ni después— lo había hecho otra, esculpiendo un nicho propio para su singular marca de ferocidad teatral, en donde antes sólo había un mar de rumbas alborotadas. Con el paso de las décadas, se convirtió en una de las bailarinas exóticas más icónicas de Latinoamérica, y Tongolele sigue bailando, aun ahora.
Yolanda Montes “Tongolele” nació en Spokane, Washington, en 1932, hija de un español/sueco y de una inglesa/francesa. Hablé con ella en su casa en la Condesa, donde continuó la historia. “Nací en Spokane, Washington” —comenzó—. “Mis padres se divorciaron y nos mudamos a San Francisco. Crecer ahí fue maravilloso”. El resto de su vida se lee como si fuera el argumento de un guion que incluso le quedaría corto a una telenovela…
“Mi abuela guardaba sus discos de música tahitiana en mi recámara. Y no sé por qué, pero bailaba a ese ritmo detrás de puertas cerradas, y no le decía a nadie. Con el tiempo, les pedí a mis padres que me metieran a clases de baile, pero no me agradaban el ballet ni el tap, ni ninguno de esos estilos de danza. Parece que yo sabía bailar de manera natural y llevaba los movimientos por dentro. En la escuela, los niños me decían: ‘¡Menéate, Yolanda!'”
“En la escuela no era feliz, porque siempre parecía que estaba llamando la atención. Y los maestros me odiaban. No era una mala estudiante. Mi padrastro no me dejaba salir, ni siquiera a las fiestas. Mi madre no estaba acostumbrada a eso, pero tampoco se opuso, y ésa fue la razón por la que me dejó ir a una oficina de castings en San Francisco cuando tenía 15 años para preguntarles cómo me podía convertir en artista.
Y esto fue lo que pasó: Me pidieron que me pusiera un leotardo. Después, me dijeron que estaba contratada. Así que fui a decirle a mi mamá que empezaría a trabajar en el bar de Joe DiMaggio en San Francisco. Casi se divorcia de mi padrastro por esto.” El padrastro de Montes intentó ponerle fin a este trabajo, contactando a la dirección de la escuela de la joven Yolanda para denunciar su ausentismo, aunque sin mucho éxito.
“Estaba en el último año de preparatoria” —recordó—, “y en verdad pensaba que mi carrera sería la de bailarina”. Además, le pagaban por hacer lo que amaba. “¡Naturalmente” —respondió—, “no bailaría gratis!”
Poco tiempo después, la contrataron para bailar en un show tahitiano en Los Ángeles, por lo que ella y su madre se mudaron a esa ciudad, donde conoció al poco tiempo al animador cubano Miguelito Valdés. El exboxeador era famoso en aquella época por su hito tropical Babalú, que, por cierto, en algunas ocasiones interpretaba —inexplicablemente— sobre hielo. Montes y Valdés se hicieron amigos rápidamente, y fue esta amistad la que la trajo a México.
“Lo fui a ver con una compañera del bar” —relata Montes—. “Después lo invité a venir a vernos, y entonces empezó a ir todo el tiempo. Él trabajaba en el Copacabana. Después de unos meses, llegaban marineros y soldados a querer tomarse fotos conmigo, y una vez, mientras posábamos para la foto, a uno de ellos se le ocurrió decirme: ‘¡Tú deberías ser la estrella!’, justo cuando la verdadera estrella del show pasaba atrás de nosotros. Me corrieron ese día.
Pero entonces llegó Miguelito esa misma noche con un niño puertorriqueño y me preguntó si me gustaría estar en un show cubano. El niño y su hermana trabajaban con Xavier Cugat, pero su hermana se casó, así que necesitaba a una compañera para terminar su contrato. Y entonces dije: ‘¡Seguro!’. Todo sucedió muy rápido”.
En la escena cabaretera de Los Ángeles de ese entonces, había una manía por todo lo tropical, así como sucedía en el resto de EE.UU. después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial en 1945. Al regresar, la mayoría de los soldados se vieron en una realidad mucho menos colorida y añoraban las experiencias exóticas que vivieron al estar estacionados en el Pacífico Sur durante la guerra.
En los años siguientes, los bares tiki, los cabarets tropicales y destinos turísticos como Hawái alcanzaron su cénit. También era el momento perfecto para que una atrevida bailarina “tahitiana” adolescente se elevara a la cumbre. “Así que tenía 15 años” —continúa Montes—, “y trabajaba en teatros con cubanos. Después seguí de solista con Miguelito por todo Hollywood. Un mexicano amigo suyo, que también era agente, me preguntó si quería trabajar en Tijuana, y pensé: ‘¡Oh, México!’.
Una amiga que conocí en Tijuana vivía en la Ciudad de México y me invitó dos semanas a su casa para que pudiera ver de lo que en realidad se trataba la vida en México. Para mí, Tijuana era una ciudad glamorosa. Iba a los mejores bares, donde iba gente muy importante. Pero la Ciudad de México fue como… bueno, ¡pues me quedé!”
Cuando Tongolele llegó a México, la danza moderna —especialmente en el ambiente de los cabarets— había evolucionado mucho desde sus raíces en el vaudeville, el ballet, el burlesque y el teatro hacia un espectáculo llamativo y exótico, en su mayoría para los ricos, famosos e infames.
Tijuana, al contrario de su estatus actual como destino para estudiantes fiesteros y jubilados estadounidenses en busca de medicinas con descuento, era el destino de playboys y estrellas del cine. La moda de la excentricidad en los cabarets había sido cubierta en su mayoría por los cubanos, ya que ofrecían un paquete que incluía tanto bailarinas como músicos. Así que cuando Yolanda Montes llegó a la Ciudad de México, esto fue lo que encontró —y usó a su favor— para esculpir su propio nicho, gracias a su estridente cabellera, sus trajes casi al desnudo y un nombre autoacuñado que tenía la intención de separarla de las tantas presentaciones cubanas que parecían haber sido todas cortadas con el mismo molde.
“Era muy apacible, no como ahora” —comenta sobre la Ciudad de México—. “Era muy elegante. La gente salía a Reforma a las cinco de la tarde con abrigos de piel.
Cuando empecé en teatro, no sabía que me estaba haciendo famosa, porque no sabía cómo me anunciaban. No hablaba español. Y todos a mi alrededor eran cubanos, pues eran los que traían la rumba, que estaba muy de moda cuando llegué a México. Tuve que romper ese estilo, porque mi forma de bailar era lo único que tenía”.
Poder observar todo lo que siguió seguramente fue muy divertido para la estrella adolescente. “Toda la gente equivocada trataba de copiarme” —recuerda—, “porque los empresarios no supieron cómo encontrar a alguien que bailara como yo. Empezaron a enviar agentes afuera para que buscaran bailarinas exóticas. Fueron a Estados Unidos y regresaron con chicas de burlesque, que eran muy populares allá… pero no aquí. No estaba permitido. Además de que no sabían bailar”.
“Miguelito Valdés me llevó a un espectáculo cubano que se presentaba en el mejor teatro de aquí, el Esperanza Iris (que desde entonces fue rebautizado como el Teatro de la Ciudad). La estrella cubana del show se puso muy celosa y me dijo que me tenía que cambiar el nombre. Cuando le pregunté por qué, dijo que me tenía que poner un nombre cubano… pero que no bailaba como cubana”.
Y así comenzó la rápida ascensión de la adolescente Tongolele al estrellato en la Ciudad de México, acelerada por su estilo y presencia únicos, y también por su participación en las películas populares.
Nota tomada de nuestra edición No. 21.
Ediciones anteriores
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