Acabamos un viaje en Varanasi

La ruina es obra del tiempo que marca el tiempo y mantiene una fuerte relación entre su nacimiento y su muerte.

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texto Ludwig Godefroy
fotografía Fabiola Zamora

Al llegar a Varanasi, o Benarés, India, ahí empieza todo. Desde su propio nombre se plantea la confusión, y la primera imagen que me viene a la mente, es la de haberme metido en un embudo, tanto física como temporalmente, yo como arena en un reloj, o más bien como uno de sus granos dentro de la permanente multitud india.

 

Me explico. Llegamos de la forma más banal a la ciudad, por un vuelo proveniente de Delhi. Al bajarnos del avión, nos subimos a un taxi rumbo a nuestro hotel con vista al río —bueno eso pensábamos, como cualquier persona que no conoce Varanasi—.

 

A medida que entrábamos en la ciudad, se desarrollaba a nuestro alrededor el caos que la conforma, cada vez más denso y envolvente. Cabe explicar algo en este preciso momento y para todo lo que sigue: que cuando me refiero a la palabra caos para describir el ambiente que nos rodeaba, hay que imaginar que el mercado de la Merced, en la Ciudad de México, en comparación de ese caos, es más cercano a una tarde de verano tomando una limonada a la orilla del lago Leman, que lo que estábamos viviendo en este entonces.

 

Veíamos la ciudad cerrarse a nuestro alrededor y, conforme avanzábamos, las calles eran cada vez más angostas, más pobladas, y la luz cada vez entraba menos. Cuando el tamaño de la calle ya no permitió el paso del auto, nos cambiamos a un rickshaw (mototaxi) para empezar a zigzaguear en el laberinto de la ciudad vieja, considerada una de las más antiguas del mundo, pitándole de manera continua a la gente que veníamos esquivando. Iniciamos un viaje en el tiempo en este lugar sagrado, donde se siente la concepción de una ciudad forjada en otra época, hecha con base en el humano peatón y sus animales.

Varanasi

Después de unos 20 minutos en la penumbra de sus callejones, el rickshaw tampoco pudo avanzar más; nos tuvimos que bajar y terminar caminando los últimos metros, donde ningún tipo de vehículo, ni siquiera una bici, lograba pasar, por tantas escaleras que suben y bajan de manera incomprensible como en los grabados de Escher. De repente nos entró un flash a los ojos, una literal explosión de luz que nos azotó las pupilas demasiado dilatadas. Se abrió el azul del cielo, cuando abajo de nuestros pies surgió el tan esperado río Ganges. Ya habíamos llegado a nuestro destino y en este mismo instante el tiempo se paró, ya no nos importaba el mundo.

 

En Varanasi llegas un día y te vas otro. En el lapso de tu estancia pasa cierta cantidad de días, todos idénticos, donde todo se repite al infinito, tal vez como una prueba de lo que podría ser la eternidad, ésa misma que los hindús vienen a buscar en las escaleras del Manikarnika Ghat, donde creman las 24 horas —como si aquí la eternidad tuviera prisa—.

 

En esta ciudad donde todo parece vivir en otro espacio-tiempo, fuera de la realidad para mi mente occidental, para nuestras vidas donde el tiempo rige la casi totalidad de nuestras acciones, por primera vez en mi vida tuve la sensación de que se materializó el tiempo, como si se hubiera convertido en algo tangible: Varanasi es indudablemente uno de los mejores lugares en el mundo para experimentar el tiempo.

 

San Agustín de Hipona escribió: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Esta frase es la que usaría si alguien me pregunta lo que es Varanasi.

 

Y entonces, ¿a quien le podría importar el tiempo en Varanasi?

 

Pensaba que a nadie, pero a dos pasos del lugar donde la gente se sube hacia la eternidad, cargada por unas espesas nubes negras de humo, arriba en una azotea del Man Mandir Ghat, está una obra del Maharajá Jai Singh II: el Jantar Mantar de Varanasi, un observatorio astronómico hecho de una serie de estructuras eclécticas, entrañas de un reloj gigante frente al río Ganges, que los monos convirtieron en su parque de diversión.

 

 

Jantar literalmente significa instrumento-máquina, y Mantar significa calcular. Jantar Mantar es el lugar de los instrumentos calculadores y pertenece a una serie de cinco observatorios, repartidos en cinco ciudades:

 

Jaipur, el más grande y conocido también como Yantra Mandir, templo de los instrumentos.
Dehli, el primero y más antiguo, segundo por su tamaño. 
Varanasi.
Mathura, el único que desapareció.
Ujjain, conocido también como el Vedh Shala.

 

Jai Singh II, matemático y astrónomo apasionado, se dio cuenta de eventos y fechas de su religión que eran extremadamente imprecisos, y decidió mejorar el conocimiento astronómico de la época en su país. La construcción del primer Jantar Mantar de Dehli se llevó a cabo en 1724, y el de Jaipur se construyó de 1727 a 1733.

 

Esos observatorios reúnen una serie de estructuras de mampostería, un conjunto de instrumentos astronómicos que permitían calcular las coordenadas del sol, de los planetas, de las estrellas o de cualquier cuerpo astral, tanto como su altura y azimut —ángulo que se registra en grados desde el norte hacia el este, proyectado de forma vertical sobre el horizonte—.

El Samrat Yantra, “el instrumento supremo”, es el más emblemático del conjunto; triángulo que se eleva en medio con sus 35 metros de largo, 22 metros de altura y su hipotenusa de 40 metros, paralela al eje de la Tierra, apuntando hacia el lejano polo norte. Escaleras infinitas que suben hacia el cielo, es el reloj de sol más grande del mundo. De cada lado, unas graduaciones que marcan horas, minutos y segundos, que su titánica escala vuelve preciso hasta el medio segundo, un instrumento hoy en desuso, pero en perfecto estado de funcionamiento todavía.

Obviamente no me deja indiferente lo brillante del personaje que era Jai Singh II y los avances astronómicos que regaló a su país, pero menos indiferente todavía me deja el insólito ambiente de su arquitectura, real y absoluta hada romántica que logra un sorprendente encuentro entre poesía y ciencia.

 

Pero me queda una última pregunta: ¿por qué un hombre culto, sabio a priori, además muy sensible, construyó esas estructuras de mampostería para hacer sus observaciones, si en Europa ya se usaba el telescopio astronómico en esta época?

 

¿Y cómo al mismo tiempo un hombre tan culto ha podido ignorar los descubrimientos de Galileo y Copérnico, que establecían la existencia de un sistema heliocéntrico, en el cual la Tierra gira alrededor del sol?

 

Jai Singh II invitó a su corte a astrónomos de varias escuelas del mundo —hindús, islámicas, europeas—, pero sus asistentes europeos eran principalmente jesuitas. Ellos tenían proclamadas herméticas y ateístas las teorías de Galileo y Copérnico, y obviamente estaba prohibido unirse a ellas.

 

En este contexto, el maharajá no pudo recibir las obras de esos astrónomos; tampoco los instrumentos que les permitieron demostrar sus teorías heliocéntricas. Víctima de la santurronería de la época y la intolerancia religiosa, construyó sus gigantes de mampostería para lograr sus observaciones.

 

Al entrar a cualquiera de los Jantar Mantar, lo primero que se me cruza en la mente es la siguiente pregunta: ¿eso es un observatorio astronómico? Una escalera hacia el cielo que no llega a ningún segundo piso, cuartos sin techos en los cuales se puede contemplar el azul del cielo, ventanas sin ningún espacio interior del otro lado y estructuras que nos dejan sin saber si fueron o no acabadas o si son los vestigios de un edificio ya caído, son los elementos que conforman este lugar tan peculiar. Jantar Mantar conlleva toda la semántica de la ruina, la ruina que es lo que cae, pero también lo que se queda, pedazo de un pasado que se inmortaliza en nuestro presente.

Jai Singh II construyó cinco observatorios astronómicos en ruina, con todo el romanticismo que le corresponde, obras dignas de Piranesi, donde al mismo tiempo, nació y murió el Jantar Mantar, en un mismo gesto de construcción, probablemente un acto de lucidez inconsciente en cuanto a su inevitable obsolescencia.

 

La ruina es obra del tiempo que marca el tiempo y mantiene una fuerte relación entre su nacimiento y su muerte. En la ruina se expresa el trazo de la planta que la vio nacer en el enraizamiento de su cimentación, que será su último rastro antes de desaparecer.

 

Nuestras vidas de la misma forma existen, no más gracias a nuestra muerte; sin ella, el concepto mismo de la vida deja de existir. Epicuro escribió que poco importa cuando no quede nada de nosotros después de nuestra muerte, no sufriremos más que de no haber sido antes de nacer.

 

A lo mejor, ¿eso es el tiempo?

 


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